La fiesta de Pentecostés tiene su origen en la tradición judía que celebra la entrega de la ley a Moisés en el monte Sinaí, cincuenta días después de la huida de Egipto. Esta ley será motivo de orgullo del pueblo de Israel, pues es signo de la predilección de Dios. En la tradición cristiana, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, vincula el don del Espíritu Santo por parte del Resucitado a esta fiesta, pues se trata de la nueva ley: una ley no externa, sino interior, que brota del corazón gracias a un Espíritu nuevo. Es la ley de la caridad. Comienza así el tiempo nuevo, el tiempo del Espíritu y de la Iglesia, donde todos tenemos la tarea de continuar su obra de instaurar el reino de Dios en el mundo, que es un reino de justicia y de paz, un reino de unidad.
Han pasado los siglos y vemos que en la historia de la humanidad se repite una y otra vez la división, donde ni los pueblos y ni las personas logran ponerse de acuerdo y terminan en violencia de unos contra otros. Es la historia de la antigua Babel y es la situación que se vive hoy en regiones del Medio Oriente, o en zonas de África y en el conflicto de Ucrania. Es también nuestra historia, la de nuestro país, la de nuestra propia familia y la de cada uno de nosotros . ¡Cómo es posible que en pleno siglo XXI no seamos capaces de solucionar humanamente los conflictos llegando a acuerdos, sino que la violencia siga imponiéndose en nuestra forma de vida! Pareciera que hay una fuerza centrífuga en nuestra vida que nos lleva a la separación y a la división. Es el espíritu mundano, que nos lleva a buscar el éxito frente al mundo, el beneficio personal y nos hace apropiarnos de las cosas y acumularlas.
Esto se contrapone totalmente a lo que significa el don del Espíritu Santo. Es entonces, en la entrega, donde la vida se vuelve fuerte, indestructible, se convierte en vida eterna, vida divina, vida verdadera.
No es fácil esta propuesta. Por esto el mismo Señor nos deja su Espíritu, esa fuerza divina que lo conduce a la entrega de su vida en la Cruz. Este Espíritu de Dios es el que nos permite vivir no de acuerdo con nuestra limitada condición biológica o a los miopes criterios del mundo, sino desarrolla en nosotros la vida divina, que es vida en comunión y fraternidad. Ser verdaderamente parte del reino de Dios no consiste en creer en Dios, sino en decidirse a entrar en esta propuesta de vida con un corazón nuevo, conducidos por un espíritu nuevo.
El Espíritu Santo es la fuerza divina que nos saca de nosotros y nos vuelca hacia el prójimo. Porque Dios es amor y esa fuerza proviene de Dios mismo. Cuando acogemos este Espíritu en nosotros, el prójimo deja de ser un adversario, y pasa a ser un compañero de camino, un hermano.
Cuánto necesitamos hoy de este Espíritu divino. La sociedad y la cultura que surge por la justa búsqueda de la libertad y de la igualdad, termina siendo violenta, porque no reconoce la necesidad del otro en la ecuación de la vida. Utilizamos al otro para nuestro beneficio, pero no comprendemos que el sentido de la vida es hacerlo feliz.
Necesitamos ese Espíritu de Dios que haga de nosotros hombres y mujeres nuevos, para que no nos dejemos guiar por esa ley externa del mundo, sino que escuchemos ese Espíritu Santo que nos susurra en el corazón cómo amar y servir en especial a los más necesitados.