Javier Milei se define como “un liberal libertario y un anarquista de mercado”. Tal vez sea interesante ahondar algo más en esta filosofía política, que tanta acogida ha recibido en el país vecino.
Muchos dirán que entre un anarcocapitalista, un libertario y un liberal clásico son muchas más las similitudes que las diferencias. Sin embargo, en política a veces son estas últimas las que importan y definen. Es evidente que todos comparten una valoración de la libertad individual como eje central de las instituciones políticas, económicas y sociales; y también de la propiedad privada y la existencia de mercados libres y competitivos, porque son una garantía de mayor creatividad, prosperidad y bienestar para todos; del mismo modo creen, con distintos pero significativos matices, que la intervención del Estado en la economía a través de regulaciones y subsidios distorsiona los precios, no permite conocer el principio básico de la economía, que es la escasez, y perjudica el crecimiento económico.
Las diferencias entre estas corrientes de pensamiento, empero, pueden ser muy profundas, pues responden a concepciones diferentes respecto a la naturaleza del ser humano. El liberalismo clásico reconoce que una motivación principal para la supervivencia es el instinto por competir y perseguir el “interés propio”. Pero, a diferencia de algunas corrientes libertarias, no sostiene que ese interés propio sea siempre solo material y económico. Es más, en el pensamiento de Adam Smith la justificación principal del derecho a perseguir el interés propio es que, en la mayoría de los casos, ello produce efectos positivos para la sociedad en su conjunto. Como explicita Smith: “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de otros, de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”.
Durante un largo período del siglo XX se pensó que el ser humano era esencialmente egoísta y competitivo; que existía un “homo economicus” sin lealtades, sin pertenencias, sin comunidad. Pero el egoísmo ciertamente no es la única disposición genética que tiene el homo sapiens. Muy por el contrario, la biología evolucionaria y la neurociencia han ido demostrando que somos seres sociales y que tan grabado en nuestros genes como la necesidad de competir para sobrevivir está el imperativo de cooperar; y que tenemos la disposición a cumplir con obligaciones hacia los demás. En las sociedades que funcionan bien, los ciudadanos construyen y respetan una red vasta de obligaciones comunes que, para ser eficientes, deben estar nutridas nada más y nada menos que por la empatía smithsiana. Desde tiempos primigenios el homo sapiens no se apoderaba de todo lo que cazaba para sí y tendía a compartirlo con sus cercanos, lo cual además le aseguraba el llamado “altruismo recíproco”.
A diferencia de lo implícito en la retórica y en las propuestas libertarias de los Milei de este mundo, el ser humano es un ser complejo, y tan potente como el afán de poder o como el eros, es el hambre que tenemos de pertenecer a un grupo, de ser reconocidos y apreciados por otros. Y muchas veces estamos dispuestos a sacrificar bienes materiales por este reconocimiento.
En suma, en la analogía de Berlin, los libertarios y anarcocapitalistas son “erizos” que conocen una sola cosa muy bien, en este caso la libertad. Los liberales clásicos, en cambio, son “zorros” que saben de muchas cosas y reconocen la complejidad de las motivaciones humanas. En el primer caso esa certeza única puede llevar a imposiciones autoritarias; en el segundo, en cambio, se requiere y exige negociación y compromisos. Es evidente que la democracia se acomoda mucho más a los zorros que a los erizos.