El pasado martes la Cámara de Diputados aprobó la lectura en voz alta del Acuerdo del 22 de agosto de 1973 de esa corporación, que acusaba al gobierno de Salvador Allende del “grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República”. Como era de esperar, la intervención generó inmediata irritación en la izquierda, que profirió furibundas condenas contra la iniciativa, dando lugar a una larga cadena de declaraciones cruzadas.
Como ha ocurrido en más de una ocasión entre los honorables diputados de la República, los gritos e incluso insultos de grueso calibre marcaron la tónica de una intensa jornada. Los ánimos estaban caldeados. El Partido Comunista reaccionó levantando una moción para rechazar la declaración, pero sin encontrar el apoyo esperado.
Más allá del griterío que suele caracterizar a este tipo de grescas parlamentarias, me parece que las posiciones esgrimidas por el oficialismo y la oposición ofrecen las bases para una reflexión más madura. Se trata de un ejercicio necesario para romper la nociva lógica de recriminaciones mutuas que ha dominado transversalmente la conducta de nuestros representantes, en el contexto del debate sobre los 50 años del quiebre de la democracia. Las posiciones planteadas pueden resumirse de la siguiente manera:
Por un lado, la derecha utiliza el contenido de esa declaración para subrayar cómo el gobierno de Allende violó permanentemente la Constitución y las leyes con el objetivo de conquistar el poder total. Atentados contra la libertad de expresión, la libertad de reunión, la libertad de enseñanza y otros derechos fundamentales demostrarían que, para entonces, el proyecto de “vía legal” al socialismo había sido absolutamente sobrepasado, destruyendo “elementos esenciales de la institucionalidad y el Estado de Derecho”, según planteó el Acuerdo. Si bien en ese momento el Partido Nacional y la Democracia Cristiana mantenían diferencias en la apreciación del proceso político —el PN a esas alturas consideraba ilegítima la acción del gobierno, mientras la DC llamaba a la UP a rectificar—, ambos partidos coincidían en que iniciativas como la Escuela Nacional Unificada, la profundización de la reforma agraria a través de la toma de predios y el constante hostigamiento a medios de comunicación opositores, así como la formación y desarrollo de grupos armados ilegales, ponían de manifiesto la ruptura del Estado de Derecho.
Como respuesta, la izquierda ha debido apelar al significado político del Acuerdo. Siguiendo al pie de la letra la réplica del Presidente Allende —quien entendió que el documento facilitaba “la intención sediciosa de determinados sectores”—, el oficialismo sostiene la tesis de que, a través del Acuerdo, los parlamentarios de la oposición de entonces en realidad promovían el Golpe. De este modo, siguiendo la tradicional interpretación de la izquierda, la declaración tenía la intención de dar luz verde a una aventura golpista. El tiempo les daría la razón: no solo el golpe de Estado tuvo lugar pocas semanas más tarde —a partir del Acuerdo de la Cámara “el desenlace es cuestión de días o de horas”, señala Joan Garcés en “Allende y la experiencia chilena”—, sino que, además, tras el derrocamiento de Allende, la propia Junta militar justificó la toma del poder a partir del mencionado acuerdo parlamentario.
En política, ideas y acción van de la mano. Importa tanto el significado literal de las palabras como los efectos que estas producen en las decisiones de los actores involucrados.
De ahí que el ejercicio reflexivo de la derecha actual no solo debería incluir la crítica reiterada al gobierno de la Unidad Popular por haber violado la Constitución de 1925, sino además debería examinar por qué las acciones y declaraciones de los partidos y actores de ese sector tuvieron la intención más o menos explícita de derrocar al gobierno de Allende a través de un golpe de Estado. Análogamente, más allá de la reiteración ad infinitum de la importancia del significado político del Acuerdo de agosto de 1973 como facilitador del Golpe, el oficialismo debería honestamente responder la cuestión planteada por el contenido del documento, respecto de si la acción o la omisión de Salvador Allende y las fuerzas políticas que lo acompañaban en el gobierno transgredieron o no principios fundamentales de la convivencia democrática, quebrando con esto el Estado de Derecho.
Son preguntas incómodas, pero fundamentales para que la conmemoración del 11 de septiembre se transforme en un hito edificante para el país, y no continúe siendo la eterna repetición de dos narrativas de izquierda y derecha que este año también cumplen 50 años.
José Manuel Castro
Coautor “Historia de Chile 1960-2010” Universidad San Sebastián