Así rezaba el título del conversatorio al que fui invitado hace algunas semanas por una agrupación de estudiantes de derecha. Siempre me ha molestado la referencia a la interrogación de Santiago Zavala en “Conversación en La Catedral”, la portentosa novela de Vargas Llosa: estimo que la banaliza. Nunca he creído, por lo demás, que se pueda identificar un hecho a partir del cual los países, que se estima venían en una curva ascendente, se desploman: me huele a una falacia ex post destinada a “probar” leyes de la historia en las que ya no creo. A pesar de estas aprensiones, ante la insistencia decidí asistir, aunque con el firme propósito de improvisar.
“¿Cuándo se jodió Chile?”, me autopregunté al partir. Me respondí a mí mismo en forma tajante: “el 1 de abril de 1991, cuando fue asesinado Jaime Guzmán”. Los ojos de la audiencia se abrieron como platos, así que me vi obligado a explicarme.
No venía al caso poner a Guzmán en contexto, ni juzgar sus aciertos y errores. Lo importante a retener, dije, fue su gran inteligencia estratégica y su envolvente retórica. Con ellas, en los albores de la dictadura convenció a Pinochet y a los militares de que debían rechazar la idea de un régimen breve, de restauración: esto, les advirtió, los enfrentaría inevitablemente a la justicia por el 11 de septiembre y la violación a los derechos humanos. No quedaba otra opción que un régimen refundacional con un proyecto de largo alcance.
Les introdujo entonces a Sergio de Castro, que traía bajo el brazo una revolución tan radical como el bombardeo de La Moneda. Se trataba de dejar atrás el Chile de los pasados 30 años, aquel donde la cohesión social descansaba en la solidaridad de la familia, las iglesias, los sindicatos, los gremios y el Estado, y crear un Chile nuevo que reposaría sobre una vasta y entreverada malla de contratos entre privados. Esto trasladaba los arbitrajes desde la política —que él y los militares detestaban— al mercado y los jueces. Al mismo tiempo, hacía de los logros, como también de los fracasos, responsabilidad de cada individuo, lo que sería un freno a la demagogia.
Así se hizo. La premisa era que el individuo actuaría racionalmente movido por su autointerés, y que con el tiempo aprendería a elegir las condiciones más convenientes. En caso de disconformidad la solución estaba en sus manos: cambiar de proveedor. De un día a otro, cada individuo debió encargarse de la administración de contingencias difíciles de anticipar, como salud, pensiones y educación. Discursivamente fue un giro hacia la libertad, aunque se impuso bajo una dictadura.
Surgieron problemas, como era obvio; pero se respondió que ello era por la irracionalidad del sujeto (“no le echó bencina al auto”), no por fallas del sistema. Y cuando se pretendió ajustarlo —en salud y pensiones, por ejemplo—, los dueños de los contratos se encargaron de impedirlo.
A la par con la implantación de la sociedad contractualista se fue desmembrando la cohesión social de viejo cuño. Algo que se miró con indiferencia —cuando no con satisfacción— por quienes aspiraban a crear una sociedad basada ciento por ciento en el cálculo racional; y también, desde la otra punta, por el secularismo liberal de izquierdas que mira las redes comunitarias como parte de un pasado a superar.
El modelo contractualista funcionó exitosamente con el combustible que le proveyeron la prosperidad económica y el sueño meritocrático. Pero tras once años de crecimiento mediocre, de empleos que no financian el CAE, de inmigración masiva y de bloqueo político a las reformas, se desbordó y estalló la impaciencia.
“Con Jaime Guzmán vivo no habríamos llegado a este punto —concluí—. Como buen católico conservador, él sabía que una sociedad no se puede sostener puramente en contratos. Habría reaccionado con vigor ante el desmantelamiento de los órganos que nacen no de intereses, sino de afectos, adhesiones y solidaridades. Habría impulsado reformas regulatorias oportunas para no llegar al estallido de 2019. Pero sin su contrapeso, la derecha quedó —y sigue hasta hoy— presa de la hegemonía intelectual de las ideas contractualistas. Ahí se jodió Chile. Los asesinos quizás lo presumían: por eso lo mataron”.
Eugenio Tironi