En el campo donde vivo estas cosas se saben y ya no hay motivo de escándalo cada vez que sale a luz un nuevo caso. Los recursos del Estado, a menudo bajo la apariencia de legalidad o racionalidad, van, según un intercambio vicioso, al patrimonio de un particular sin contrapartida o con una contrapartida ridícula. Se da plata —el agente o “patrón”, o sea, quien tiene el poder— a cambio de fidelidad del beneficiario hacia el jefe. Los funcionarios del Estado, en vez de adoptar decisiones conforme a normas, destinan los fondos a un “cliente”. Pan de cada día. No se trata de un episodio que estalla ahora y su importancia se limita a los alcances de ese episodio; se trata de una cultura instalada desde hace mucho tiempo y que erosiona la totalidad del aparato. Es una lástima que Revolución Democrática se halle involucrada en estas prácticas porque, según sabemos, se había planteado a sí misma como una fuerza política nueva que, precisamente, habría de caracterizarse como ajena a esta forma de corrupción. Quizás el clientelismo existe tan profundamente arraigado en nuestra vida política que al participar del Estado sea imposible escapar de él. Lo oigo como voz de alarma hace décadas, pero de pronto, sin darnos mucha cuenta, la alarma se convierte en realidad extendida de manera vasta. Es fácil explicarse la ocurrencia de estas inmoralidades si se piensa en la circulación de una cultura pública según la cual el Estado es un botín y, por lo mismo, es posible apoderarse al máximo de él. El Estado distribuye riqueza también a través de esta tortuosa metodología.
Hay dos realidades que se asocian aquí: por un lado, la profusión de programas públicos de dudosa utilidad social, con bajos estándares técnicos en su formulación y con recursos públicos abundantes asignados a ellos. Esto puede resultar hasta cómico si solo leemos los nombres de los programas. Existe un derroche enorme, aunque todo funcione bien; un derroche que genera el desprestigio de un “Estado despilfarrador” bajo el velo de las mejores intenciones. Pero por el otro lado, es tan atractivo el botín, tan fácil de apoderarse de él, comparado al trabajo cotidiano, que esos programas atraen, como la miel a las abejas, al deshonesto.
La alharaca del santiaguino cuando esto se sabe hace tiempo. Es como si de pronto le cayera sobre sí un baño de pureza y una conciencia proba hasta el tuétano. Se requieren cambios institucionales, pero quizás lo que cabe preguntarse es por la crisis moral —de honestidad— que nos agobia, frente a la cual las leyes son como telarañas puestas para frenar el balanceo de un elefante.