“Oíd, mortales, el grito sagrado: ¡Libertad, libertad, libertad!”, dice el hermoso himno nacional de Argentina. El candidato que acaba de triunfar sorpresivamente en las primarias presidenciales, Milei, partió su discurso de celebración gritando: “¡Viva la libertad, carajo!”. Lo repitió varias veces. Cuánto debe haber asfixiado y mutilado el peronismo en Argentina la libertad, para que sea un candidato que se dice “anarco-capitalista” el que la interprete. El grito de Milei —muy bien estudiado, por supuesto, por sus asesores— recoge el clamor de un pueblo que se ha ido empobreciendo gradualmente y que tiene frente a sí un Estado monstruoso, devorador. Incluso, a veces, siniestro.
La libertad resuena como una palabra mágica en estos días en uno de los países más estatistas de nuestro continente. Debemos estar atentos acá, al otro lado de la cordillera, a lo que allá está sucediendo. El populismo estatista argentino está haciendo agua por todos lados, y Argentina ha tenido que llegar a los límites de inseguridad y pobreza a los que está llegando para que el pueblo haya despertado y grite desesperadamente, como en su himno nacional, “¡Libertad, libertad, libertad!”. Por supuesto, Milei no es, bajo ningún punto de vista, el candidato ideal para liberar al pueblo argentino del yugo del clientelismo, La Cámpora y los piqueteros; es un populista que propone destruir otro populismo. Pero nunca los cambios en momentos de crisis y devastación tan profunda son sin dolores de parto. Cuando la clase política tradicional se desconecta de las urgencias de su pueblo y se mira el ombligo y pierde su energía en peleas intestinas, el pueblo busca a quien le ofrezca un camino de salida a la desesperación. Eso le pasó a la centroderecha argentina, que no supo ofrecer un relato creíble y movilizador a su electorado. Es lo que les pasa a todos los “centros” cuando confunden moderación con insipidez política, con falta de carácter y elitismo: el riesgo de partidos o coaliciones “boutiques”, desconectados del país real.
Nosotros estamos lejos de la caída libre (no solo de su moneda, sino también de su moral) de Argentina, pero tenemos acá semillas del mismo populismo de izquierda. Desde luego, pareciera que los ideólogos del Frente Amplio han mirado y en algunos casos admirado como modelo el caso argentino. El reciente escándalo de las fundaciones revela que algunos de ellos aprendieron más rápido de lo esperado lo que significa convertir el Estado en repartija y botín. Pero lo más grave ocurre al nivel de las ideas: los líderes de esta “nueva izquierda”, incluido el propio Presidente de la República, están infestados hasta la médula por los revolucionarios de escritorio Mouffe y Laclau, neomarxistas populistas, a los que les gusta mucho ver sus delirios aplicados en Latinoamérica. Y no pareciera que vayan a cambiar, aunque la realidad los obligue.
Ahí están las confesiones de Boric de su “otro yo” que odia el capitalismo. Y ahora acabamos de ver un cambio de gabinete que no pareciera ir en la dirección de un esperado giro razonable y gradualista. El Presidente acaba de darle más poder al Partido Comunista, incluido el Ministerio de Educación: es como poner el lobo a cuidar las ovejas. La debilidad del Presidente por el PC es digna de un psicoanálisis. Quienes teníamos la esperanza de un vuelco socialdemócrata del Gobierno tendremos que esperar la próxima reencarnación de Boric, quizás en otra vida y de su “yo” más moderado (si lo hubiere). Si este populismo estatista en versión “chilensis”, tenaz e incompetente, sigue insistiendo contra viento y marea en negar la realidad, y no hay un centro amplio y conectado con la gente, que le ofrezca salida al país, terminaremos como nuestros hermanos argentinos clamando por la libertad (“o la tumba serás de los libres”) y con quizás qué energúmeno tipo Milei gritándonos: “¡Viva la libertad, m….!”. Porque aquí no se usa mucho “carajo”…