No deberíamos extrañarnos de que a cincuenta años del golpe de Estado se continúen debatiendo los antecedentes y motivos que condujeron a él y a las masivas, sistemáticas y prolongadas violaciones a los derechos humanos que trajo consigo. Solo la ilusión de una inalcanzable “unidad” nacional, ligada a la confusión entre reconciliación y archivo, o entre reconciliación y santurronería, pudo hacernos creer que tales hechos y sus disímiles interpretaciones saldrían del debate público solo porque nos aprestábamos a cumplir medio siglo del golpe.
Un golpe nada blanco como el que tuvimos no puede ser recordado ni interpretado de igual manera por víctimas y verdugos o, más ampliamente, por quienes se opusieron a él desde un primer momento y por aquellos que lo apoyaron durante largos diecisiete años y que, con su voto de 1988, quisieron prolongar ocho años más la permanencia en el poder de quien había encabezado la dictadura.
Quizás este otro hecho pueda ayudarnos a entender mejor la discusión actual: la jornada del golpe contó con algún apoyo ciudadano que, unido a la abismante desigualdad en la capacidad de fuego de los bandos en pugna, persuadió a Salvador Allende de pedir a quienes lo rechazaban que no salieran a luchar en las calles. Pero a partir de ese mismo día —bombardeo de La Moneda mediante, muerte de Allende, cierre del Congreso, servilismo de la Corte Suprema, masivas detenciones, torturas, ejecuciones, exilios y exoneraciones—, no pocos que habían alentado el golpe empezaron a tomar distancia y a entender que la manera escogida para acabar con un gobierno estaba teniendo, y lo tendría por mucho tiempo, un altísimo costo para el país.
De lo que se trata ahora es de advertir la ingenuidad de quienes pidieron el golpe y creyeron, en algunos casos de buena fe, pero con notable ingenuidad, que después no habría una tan férrea y prolongada dictadura, ni graves y persistentes violaciones a los derechos humanos, ni total resistencia a que tales violaciones fueran certificadas por organismos internacionales, y que incluso llegaron a creer, con impresionante candidez, que las fuerzas armadas que habían tomado el poder lo dejarían al poco tiempo en manos de las fuerzas políticas opositoras a la Unidad Popular.
No deberíamos confundir “distinguir” con “separar”. Distinguir es algo que debemos hacer siempre, tanto como tener cuidado con separar. Solo partiendo por distinguir es luego posible relacionar. “Distinguir” es advertir la diferencia que hay entre una cosa y otra, mientras que “separar” es poner deliberadamente distancia entre dos cosas que se encuentran vinculadas. Tratándose del golpe y de las violaciones a los derechos humanos, la razonable posición de Patricio Fernández tuvo que ver con distinguir y no con separar.
Transcurrido ya medio siglo desde el golpe, vamos a continuar distanciados en intereses, preferencias e interpretaciones, y lo único exigible es que no descalifiquemos como “verdad oficial”, o sea, interesada y de un solo sector político, a aquella que se encuentra suficientemente acreditada por inobjetables comisiones y fallos judiciales ampliamente validados. Por otra parte, está muy bien que el golpe y sus consecuencias nos hagan pensar en el valor de la democracia y los derechos humanos, aunque sin desconocer que en ambos extremos de nuestro espectro político hay quienes repiten eso con dudosa sinceridad. Tanto en uno como en otro extremo existen enemigos de la democracia y quienes relativizan los derechos humanos, y que, aunque no lo digan abiertamente, consideran que aquella es solo un instrumento para alcanzar el poder y quedar luego en posición de imponer modelos por encima de los derechos y libertades de las personas.
No vamos a ponernos de acuerdo solo porque se avecina una efeméride de número redondo, pero sí podemos hacer un esfuerzo de racionalidad y de renuncia y condena a la violencia. Y abandonar también la excusa pueril de que un hecho histórico, en este caso el golpe, era algo inevitable.