Debo haber tenido 3 o 4 años. Mi padre era diputado Liberal por Concepción. Un día vi sobre una mesa lo que hoy puedo identificar como un bloc fiscal que arriba decía “Cámara de Diputados”. Era tentador, y tomando un lápiz comencé a dibujar en él. Mi padre, irritado, me lo arrebató y exclamó airado: “eso no se toca; eso no es nuestro; eso le pertenece al erario nacional”. Años más tarde, en la embajada en que me tocó vivir, la valija diplomática era también propiedad fiscal y nada que no fueran documentos oficiales podía ser incluido en ella, como tampoco podía obtenerse una fotocopia personal sin pagar su precio de mercado.
Y agradezco este respeto cerval que me instilaron por lo que son los recursos públicos, lo cual me ha llevado a creer que pocas cosas pueden ser más inmorales que el mal uso del dinero de los contribuyentes chilenos. Nunca he podido entender que se constate, año tras año, que existen cientos de programas sociales mal evaluados, que no cumplen sus objetivos, no llegan a quienes deberían beneficiar y son mantenidos simplemente para beneficio de quienes los administran; o bien que se contraten más y más empleados públicos, políticamente afines, que no contribuyen para nada a mejorar la gestión del Estado.
Los recursos que administran los gobiernos nos pertenecen a todos porque provienen de nuestros impuestos, o sea, son el fruto de nuestro esfuerzo. Más aún, no se trata de impuestos que pagan solo los ricos, sino también los más pobres, pues cada vez que una persona de bajos ingresos compra algo, por cada 10.000 pesos entrega 1.900 a las arcas fiscales.
Un imperativo principal de todo gobierno es priorizar las necesidades de la sociedad, para asignar los recursos, que son limitados, con la máxima eficiencia y equidad, en forma transparente y evitando la corrupción y la dilapidación. Hoy día, nada puede socavar más la legitimidad de las instituciones que la asignación de medios públicos por más de 13 mil millones de pesos a fundaciones afines al Gobierno para propósitos que obviamente distan mucho de ser los que la sociedad reclama.
Existe un vínculo indisoluble entre el uso de nuestros impuestos y la democracia. En el origen de las instituciones democráticas en el siglo XVII existía en Gran Bretaña un concepto llamado “the power of the purse” (el poder de la billetera). Ello se refería a la facultad del Parlamento de aprobar y condicionar la creación de nuevos impuestos y así controlar el gasto público que ejercía el monarca. Cuando Carlos I intentó prescindir de este control y dejó de convocar al Parlamento durante lo que se llamó “la tiranía de los 11 años”, fue condenado y ejecutado en el contexto de la guerra civil desatada, al menos en parte, por este conflicto de poder.
Hoy en Chile, es el Congreso el encargado de aprobar el presupuesto nacional y tiene la obligación moral y política de ejercer su prerrogativa y no permitir que los recursos sean desviados hacia fines que nunca fueron contemplados en el diseño original.
Los ciudadanos tenemos el derecho a exigir transparencia para conocer cómo se gastan nuestros dineros, rendición pública de cuentas y resultados efectivos. Para ello los proyectos financiados han de ser evaluados y aquellos que no arrojen resultados efectivos deben ser eliminados con coraje.
Más preocupante aún es constatar, una y otra vez, la existencia de corrupción en el manejo de los recursos fiscales, y tenemos el derecho de exigir sanciones severas para estas prácticas corruptas. Si se aplicaran normas similares a las de la nueva ley de delitos económicos, que regirá la conducta de ejecutivos y directorios en las empresas privadas, que ya no admiten la sustitución de la pena de cárcel, tendríamos a poco andar a diversos funcionarios de gobierno en prisión por delitos económicos, más graves todavía, porque afectan el erario nacional.