Se trata de un concepto satanizado. Paradoja, los llamados países capitalistas desarrollados han sido los únicos donde ha habido lo que se asemeja a una derrota de la pobreza. Y por algo atraen con imán a masas de inmigrantes a como dé lugar. ¿Será por el magnetismo del pecado y lo pecaminoso? Y esos países, ¿son prósperos porque explotan al resto del mundo? Ya pocos creen esta afirmación, mientras que hace 50 años era un dogma para tantos.
Cuando uno de nuestros ancestros no comió todos los frutos recogidos en el día, sino que guardó una parte de ellos, “inventó” lo no consumido, es decir, un capital. Viene a ser la fuente original del capitalismo. Incluso el comunismo primitivo —si es que existió— no podía prescindir de este rasgo; el comunismo moderno en los países marxistas lo hizo con fuerza y simulación. La única diferencia estribaba en que no había propiedad privada en la economía.
Aquel protocapitalismo tuvo una larga historia. El dinero, en la forma de metales, que está en el comienzo de toda civilización, significó un salto descomunal, quizás más golpeador —o exultante— que el advenimiento de nuestra era digital, una primera experiencia de enajenación material, el trabajo traducido a monedas, y nadie ha podido escapar a esta realidad. Los instrumentos financieros como las letras de cambio tienen unos 700 años; el desarrollo de la banca fue su corolario ya antes de la modernidad.
Después vino lo que literalmente cambió y seguirá transformando peligrosamente la faz de la tierra, hoy nuestro máximo peligro y a la vez, en cuanto sociedad técnica, fuente de rescate. Entre el 1700 y el 1800 confluyeron todos estos procesos, junto con la eclosión de la ciencia como autoridad reconocida y su incidencia en la técnica; la expansión de los países comerciales en un contexto global; la guinda de la torta vino con la llamada Revolución Industrial del 1800, tras lo cual hubo un no retorno. Y un convidado de piedra que al final ayudaría a configurar esta modernidad, la teoría económica coronada como gran ciencia social, con pretensiones de ciencia exacta (usa con profusión instrumentos de esta, pero no alcanza ni puede alcanzar su estatus), y la popularización de este lenguaje, ya sea en la apologética y en el vilipendio, como su empleo a destajo por los semicultos. Una sociedad abierta, democrática, no puede renunciar a que los lenguajes de la alta cultura y del pensamiento sean parte de la masa de semiletrados; lo otro sería confiar en una logia inapelable de sabios, lo que tampoco es nada de buena receta.
Esta economía moderna —debería ser el verdadero nombre de lo que algo desaprensivamente se llama capitalismo— es la que ofrece la posibilidad —no es más que esto— de independizar a los hombres de la fatalidad material, en la medida que esté al alcance de nuestra especie. ¿Por qué la ira contra ella o, si se insiste, contra el capitalismo? Por un rasgo inextinguible en lo humano, por decirlo de una manera poco fashionable, porque somos cuerpo y espíritu. Las apetencias materiales constituyen una fuerza tantas veces irresistible, una esfera de nuestro ser que, dentro de sus límites, tiene legitimidad (por otro lado, el castigo al cuerpo del anacoreta puede ser una manera de amor reprimido por el cuerpo), pero no van a satisfacer jamás esa búsqueda de sentido que está inscrita en nuestro ser y que se expresa de mil maneras.
Apetecido, codiciado, gozado, el llamado capitalismo no será jamás amado. Y si renunciamos a la economía moderna, la sociedad humana se va a precipitar al abismo. El dilema es también una cruz y una salvación, nos fuerza a ser humanos, porque siempre nos moveremos entre esos polos.