Los días soleados han suscitado en el pedestre ciudadano un cierto relajo. Algunos perciben una pequeña luz al final del túnel. Podría ser un error, un espejismo, pero no deja de ser curioso que familias sientan ese anhelo cuyo desfogue se focaliza en compras, cerveza y carne, familias que se endeudan sin empacho para celebrar venga lo que venga. Lentamente, parece todo estar volviendo a su cauce y el burgués capitalista está listo para reemprender la matraca. Esto no lo puede modificar un gobierno.
El escritor y ensayista español Rafael Sánchez Ferlosio sostiene que a fines de la década de los veinte se introdujo en Estados Unidos el concepto de “consumidor insatisfecho”, según el cual “la clave de la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción”. En esta perspectiva, el consumidor sería manipulado desde la producción. “La producción —señala Sánchez Ferlosio— se ha impuesto hasta tal extremo que ya no produce solamente el producto, sino también al propio consumidor”. La idea de que los ciudadanos necesitamos productos y servicios y el sistema productivo se limita a satisfacerlos sería, así, radicalmente falsa. Al contrario, su aspiración es aumentar siempre la insatisfacción para que el consumidor compre ya, siempre y más, y así ese sistema pueda seguir prosperando. Sánchez Ferlosio —un intelectual dueño de una estupenda pluma— no es propiamente un determinista social, pero tiene la convicción de la fuerte influencia que las fuerzas económicas ejercen sobre las conductas individuales. El consumidor (el “homo emptor” o “comprador” en que nos convertimos) sería de algún modo un pobre pelele en manos de apetitos creados o amplificados por “la sociedad de la producción”, la cual, a su vez, ha generado una serie de instrumentos (que usted y yo, por cierto, conocemos) para “facilitar” la compra sin, por cierto, esperar a que se tenga el dinero (la relación tan lógica entre el dinero y la adquisición de algo se desvanece en el aire): nunca antes ha sido tan fácil, cercano, seductor y divertido comprar. La moral de la sobriedad y el ahorro se fue al tacho y de la austeridad (aquella virtud verdadera o mítica, ya no lo sé, de nuestro pueblo) queda poco y, cuando la hay, se parece más a la avaricia.
Más que poner énfasis, entonces, en el individuo y su sicología (su eventual responsabilidad o, incluso, enfermedad: la llamada oniomanía, la adicción a consumir), el pensamiento y la política no deberían dejar de lado la dimensión colectiva, social y cultural del consumir.