El seguro de longevidad (SL) se ha tomado nuevamente el debate de pensiones como una opción para destrabar la reforma. Aunque con el mismo nombre se discuten diseños muy distintos, en términos simples, se entiende que los fondos acumulados en las AFP financiarían la pensión hasta una cierta edad, digamos 85 años, y luego, para quienes sobrevivan, lo haría el SL. Este tendría forma de renta vitalicia diferida para unos, o de un seguro público para otros.
El objetivo principal sería aumentar las actuales pensiones —ya que el capital disponible financiaría menos años— cubriendo el riesgo de longevidad y evitando con ello introducir un componente solidario de reparto en la reforma de pensiones.
Lo primero es considerar que no hay soluciones mágicas en pensiones. En particular, implementar un SL requiere una larga transición hasta financiarse. Asimismo, el recálculo de pensiones no es aplicable a las rentas vitalicias ya otorgadas, mientras que muchos pensionados en retiro programado ya no tienen saldo o les queda muy poco como para adelantar pagos. Así, para aumentar las actuales pensiones se necesita algún tipo de redistribución (fiscal o contributiva). En cuanto al riesgo de longevidad, la PGU proporciona un ingreso de por vida como piso de protección y las rentas vitalicias son un seguro de longevidad. El retiro programado, si bien decrece en el tiempo, puede perfeccionarse.
Junto con preguntarse si el SL es la herramienta adecuada para los objetivos buscados, conviene tener presente algunos efectos y riesgos indeseados.
La regresividad es uno, pues es un seguro para quienes viven por más tiempo, esto es, las personas de altos ingresos, cuya expectativa de vida es mayor a la de bajos ingresos (Edwards y coautores, 2023, en un estudio de la mortalidad de pensionados en rentas vitalicias, encuentran diferencias significativas por ingreso, incluso dentro de ese universo).
Con el SL, muchas personas de bajos recursos pagarían por un beneficio que difícilmente recibirían, porque fallecerían antes de la edad en que se activa; lo que hace además que la regresividad implícita en el diseño sea difícil de corregir. En dichos grupos, el desincentivo a cotizar para un potencial beneficio que se recibiría a contar de los 85 o 90 años podría ser relevante. Mientras que si el SL es de cargo del Estado, es un subsidio a los ingresos más altos.
Si se quiere mejorar las pensiones de quienes tienen ingresos más bajos, hay que hacerlo con redistribución, no con un esquema regresivo y que al final resulta contrario al propósito de mejorar las pensiones de las personas de bajos ingresos.
Al evaluar el SL se debe considerar la alta posibilidad de que en Chile no exista mercado para rentas vitalicias diferidas a largo plazo, por la falta de activos para hacer un calce con los pasivos y por la gran incertidumbre sobre la mortalidad en esa parte de la distribución. Probablemente, la provisión y riesgos tendrían que ser asumidos por una entidad estatal, volviendo a la pregunta sobre si es un diseño ventajoso, sus costos y factibilidad. Incluso a nivel internacional las rentas vitalicias diferidas tienen un desarrollo y participación de mercado limitada hasta el momento. No son la base de los sistemas sociales.
El SL implica además un cambio estructural en el diseño de las pensiones que lleva, por ejemplo, a reevaluar la operación de las pensiones de sobrevivencia y de invalidez. ¿Cómo se financiaría una pensión de sobrevivencia si alguien fallece a los 70 o a los 90?
Compartimos la urgencia por encontrar acuerdos pronto en materia de pensiones, pero un rediseño integral no puede improvisarse, menos con un esquema experimental.
Paula Benavides
Espacio Público
José De Gregorio
Eduardo Engel
Universidad de Chile
Patricio Domínguez
Andrea Repetto
Universidad Católica