Nunca el cuerpo arbitral —ni en Chile ni en el mundo— ha sido un grupo de fácil acceso para quien no pertenece a él.
Y la explicación que ellos entregan para tal actitud es una sola: como el Reglamento del Fútbol da a los árbitros un amplio margen para que apliquen las normas según sus particulares criterios, parece del todo lógico que quieran preservar su distancia con el resto para no ser influidos a la hora de aplicar esos criterios.
El problema es que tal defensa de la intimidad ha transformado a los jueces del fútbol en una pandilla, en un grupo compuesto por personas de intereses comunes sumamente estratificado y donde la jerarquía se va ganando a punta de servilismo y de componendas oscuras.
El que logra brillar en este juego suele ser el que finalmente acapara los privilegios.
En Chile, hoy, está claro que el cuerpo arbitral vive una intensa guerrilla interna por acceder a la dirección de este grupo privilegiado que tiene el poder de decisión reglamentario.
Desde hace tiempo, quizás desde que en el fútbol chileno se decidió terminar con la inocencia que parecía dejarlo fuera de las posibilidades de la alta competividad, que el cuerpo arbitral chileno se convirtió en una especie de montonera que tiene como ley interna la de sobrepasar cualquier diseño ético para conseguir el objetivo de figurar y obtener beneficios.
El que es más vivo, el que es más manipulador, el que sabe hacer componendas y aliarse, suele ser el que, finalmente, obtiene los beneficios. Y como nadie externo puede permearlo, la ganancia personal termina fuera de cualquier intento de investigación y castigo.
No parece haber solución a esta sólida red. Más bien, pareciera que nadie le quiere poner el cascabel al gato. Y por eso todo sigue igual. O peor.
Si en décadas pasadas la vergüenza del cuerpo de árbitros nacionales pasó por el arreglo de partidos para ganar la Polla Gol, o por las componendas en un club de póquer para obtener las mejores designaciones, hoy todo se ha llevado a otro nivel: el de manipular sin ningún asco el resultado de los partidos o dejar al descubierto acosos y relaciones íntimas entre sus componentes, que determinan quiénes son los que mandan y quiénes los que deben obedecer.
Nadie ha querido o podido detener esta escalada. Y por eso estamos como estamos. Viendo todos los fines de semana dirigir partidos a ineptos que desconocen el Reglamento, a payasos jugando en el VAR como si se tratara de un Playstation, a ególatras con pitos dorados y a serviles mocitos tratando de caerle bien al jefecito de turno.
¿Criterio? ¿Talento? Poquito más que cero.
Y ya no da para más.
Si los árbitros se sienten seres distintos, si quieren hacer grupo aparte o si sienten que son la cereza de la torta, allá ellos.
Pero no se hagan los buenos muchachos, los defensores de la justicia, los cuidadores del santo Reglamento.
Son una pandilla callejera. No más que eso.