Reconozco, un título manido. Sin embargo, con frecuencia se olvida que la Constitución solo debiera ser un documento político que regula la arquitectura básica de las instituciones, el Estado y sus poderes. Ni más ni menos.
No siempre lo aquilatan las veleidades de los sentimientos colectivos. Vivimos sin embargo no solo frente a la búsqueda interminable del ajuste entre la ley y la realidad, sino que bajo el embrujo de los mitos seculares. En nuestros pueblos latinoamericanos es fuerte la idea de la Constitución como llave maestra que nos abre las puertas del paraíso. Sería interesante explorar las raíces culturales de esta noción; conjeturo que es la inextirpable creencia en las supersticiones. En suma, un cuento. Ejerce, sin embargo, un poderoso influjo sobre nuestras emociones. Lo vimos el 2019.
En efecto, las encuestas mostraban que en las últimas dos décadas la población, al ser inquirida, se pronunciaba por una nueva Constitución. Tan firme como esta convicción era que, al preguntársele por su urgencia, la ponían al final de una larga lista. Como un rayo caído del cielo sin mayor aviso, el estallido transformó al país de la noche a la mañana, y no fue breve. De improviso, el exhortar por una nueva Constitución se convirtió en la prioridad de la agenda. La gran mayoría del país lo expresaba con la fe del carbonero.
Sin embargo, hay ciertas creencias que, por estrambóticas o peligrosas que nos parezcan, pueden y deben ser empleadas creativamente. No queda otra que hacerlo. Este fue un caso donde, en un momento desesperado, en noviembre de 2019, recurrir al talismán en cuestión ayudó un tanto a desenredar la madeja. De todas maneras, el país orilló el abismo hasta mediados del 2021, cuando comenzó a advertirse que la marea cambiaba de dirección; sus causas fueron varias y aquí solo anoto que muchas veces en los mismos sectores emocionados con el estallido cundía poco a poco el escepticismo. Las consecuencias del delirio fueron muchas, algunas quizás irreversibles. Hay una que puede ser temporal, y es que el interés en la Constitución y su proceso, tras el portazo del 4 de septiembre, decayó a un mínimo, con el consabido riesgo de un nuevo rechazo.
Se le agregó el entusiasmo a veces imprudente de los vencedores por tomarse la revancha al recordar las vociferaciones triunfalistas y estrafalarias de la Convención, cargadas además de amenazas, convirtiendo a la Carta (rechazada) en un manifiesto de combate populista, pletórica de disposiciones que arruinarían al país. Rememorando lo que me decía una sicóloga décadas atrás, las pequeñas venganzas producen un placer exquisito. En asuntos de Estado, en cambio, todos nos pisamos la cola.
Ahora de lo que se trata es de intentar romper la modorra de la población con una Carta que cumpla con lo que prometieron quienes encabezaron la campaña del Rechazo: un documento dentro de la tradición chilena y de las auténticas democracias modernas y, obvio, incluyendo referencias sobrias pero convincentes y realistas sobre, por ejemplo, aspectos del Estado social y otros temas comprometidos.
De una manera que jamás se había pensado, las derechas tienen la mayoría, incluyendo los dos tercios. Lo último que se podría recomendar sería imitar el payaseo y prepotencia de los convencionalistas que se divirtieron con el futuro del país. Tampoco ceder por ceder en negociaciones; solo manifestar un sentido común político. Pensando en las negras semanas que siguieron al estallido, el país está bastante mejor. El interés legítimo que representan las derechas se vería más fortalecido si se refuerza aquello que en parte pacificó a Chile. La fragilidad sigue siendo una de nuestras características.