Lionel Messi fue presentado oficialmente como nuevo jugador de Inter de Miami. Y no caben dudas de que la llegada del argentino a la MLS tiene más que ver con afanes publicitarios y de marketing que de cuestiones netamente deportivas.
No es algo extraño. Ni tampoco cuestionable.
Messi, a los 36 años y tras haber alcanzado todos los honores y marcas posibles —lo que lo catapulta, como mínimo, al podio de los tres mejores jugadores de toda la historia— sabe que el último tramo de su camino como futbolista debe llevarlo a instancias diferentes a las que ya ha vivido.
Debe entrar a otro estadio. Y Estados Unidos, a su manera y bajo sus criterios, se lo está entregando.
Messi, en esta nueva etapa, ya no será la atracción del circo. Será el circo mismo. Es decir, tendrá ahora como misión la de poner todos los focos de atención en un país que en tres años más será centro de atención al ser organizador base de la Copa del Mundo. Y para ello lo que deberá mostrar el argentino es su capacidad de convocatoria, su verdadero nivel de atracción y fascinación para el mundo, lo que luego se debería traducir en una especie de certificación eterna para el nuevo gran mercado del fútbol.
Sí, hay que acostumbrarse a ver lo que Messi será en los próximos años. Más que los logros que pueda obtener vistiendo la camiseta de Inter de Miami —y que de todas formas seguramente no tendrán el brillo ni la altura de lo que alguna vez ganó vistiendo otras camisetas—, lo que determinará el valor de Messi en Norteamérica será su capacidad de convocar y provocar una explosión popular de un país que nunca ha podido establecer el fútbol como un referente social, como acontece en el resto del mundo.
No, la llegada de Messi a Estados Unidos tiene fines que van más allá de lo que un corazón futbolero esperaría. Esto no se trata de la pelotita, de los caños o de un picado en el barrio. Se trata de una revolución deportiva, pero también comercial, que es la combinación que los estadounidenses ven como esencial y clave para conseguir éxito.
La MLS quiere, en definitiva, que Lionel Messi se convierta en su símbolo, en su emblema. Quiere que sea algo así como el LeBron James del fútbol, que se haga aplaudir en la cancha marcando goles, pero también sea capaz de vender millones de camisetas y zapatos y miles de hamburguesas y papas fritas.
¿Acaso esto desvaloriza la figura de Messi? ¿Lo convierte en el símbolo del desprestigio?¿Mata su propia leyenda?
Para nada. Pelé, Cruyff, Muller, Beckenbauer y muchos otros también en el período final de sus carreras, cuando ya habían ganado reconocimiento mundial y se habían convertido en ídolos, tomaron sus cositas y se fueron a generar dólares a la industria del entretenimiento gringo, como si de Disneylandia se tratara.
Messi no está haciendo nada fuera de lo común. Ni menos está poniendo en duda su historia ni su facha de ídolo eterno del fútbol.
Simplemente está instalado en un trono lejano mirando que el mundo siga su curso.
Es el designio de su nuevo momento.
No es para criticarlo. Ya nos dio todo lo que los futboleros esperábamos de un talento como él.