Usando como excusa una entrevista de un asesor presidencial, dirigentes del PC han levantado una censura moral a toda lectura que disocie analíticamente el golpe militar de la sistemática violación de los derechos humanos por la dictadura. Esto ha hundido la aspiración de hacer de esta una fecha que favorezca una introspección de quienes estuvieron tanto a uno y otro lado de esa trágica grieta, para avanzar hacia una mayor convergencia en torno a los valores de la democracia; y reabierto, de paso, una profunda y dolorosa querella al interior de la centroizquierda.
Los comunistas fueron los primeros en hacer la autocrítica de la UP y asumir el legado de Allende. Ya en junio de 1974 afirmaron que la derrota había sido política antes que militar. Se la imputaron a la “labor de zapa” de la ultraizquierda (que incluía al PS) y a una visión deformada de la DC que impidió construir una mayoría con la clase media. En la misma línea se había pronunciado la dirección interior del PS en marzo. De esto se derivó una máxima que definiría la estrategia que permitió recuperar la democracia en Chile: sin romper la línea divisoria del 11 de septiembre de 1973, no sería posible desplazar a la dictadura ni realizar un programa de cambios de corte progresista.
Socialistas y comunistas se volcaron en distintos espacios —defensa de los derechos humanos, trabajo de masas, diálogos políticos, reflexión intelectual, “Grupo de los 24”— a estrechar lazos con fuerzas que habían estado a favor de la intervención militar. Principalmente la DC, que tuvo militantes destacados que colaboraron inicialmente con la dictadura, pero que había roto con ella por la violación a los derechos humanos, la supresión de las libertades y el curso de las reformas económicas. Esto fue creando las bases de una amplia coalición, que incluyó a simpatizantes del Golpe y a perseguidos por este, así como a trabajadores, grupos medios y pobladores. De aquí nació la Concertación de partidos por el No ante el plebiscito de 1988, y a esto respondió su campaña convocante y optimista, dirigida a cerrar las heridas dejadas por el 11, no a reavivarlas.
Con los años, sin embargo, los caminos de las dos grandes corrientes de la izquierda se bifurcaron. La renovación dotó de más fuerza el camino primigenio adoptado por los socialistas. Los comunistas, en cambio, a fines de los años setenta, en forma sorpresiva, abandonaron la búsqueda de un entendimiento con la DC para una salida pacífica y —rompiendo con sus posiciones históricas— se plegaron a la vía de la ultraizquierda: la insurrección popular con apoyo armado. Esto los llevó a formar el FPMR y a definir que 1986 sería el “año decisivo”, con la internación de armas por Carrizal Bajo y el atentado contra Pinochet.
Tal estrategia, como es sabido, fracasó. Algunas fracciones trataron de prolongarla tras la asunción de Aylwin —prueba de ello fue el asesinato de Guzmán—, pero a la larga el PC no tuvo más remedio que sumarse al camino que llevó al triunfo del No y abrió paso a los llamados “30 años”. Su resistencia inicial le condenó inicialmente a un rol marginal, pero con el tiempo fue ganando protagonismo. Conquistó posiciones en el Congreso y en los municipios, la Presidenta Bachelet le invitó al gobierno y ahora ejerce un rol central en la alianza oficialista.
Los logros del PC en los 30 años parecían haber dejado aquel brote revolucionario en el olvido, pero ciertas posturas ante la conmemoración de los 50 años levantan sospechas. Reponer como línea divisoria el 11 de septiembre, en efecto, es quebrar el bloque social, cultural y político que fuera indispensable para terminar con la división que invocaba Pinochet para mantenerse en el poder y para alcanzar pacíficamente una democracia progresista, y desoír el llamado unitario del Presidente Allende que acuñara con su muerte. Si no es esto lo que quiere el PC, es hora que lo diga.