La liturgia de este domingo nos presenta a Jesús en un momento difícil, producto de la hostilidad y también del abandono de los suyos. Los escribas y fariseos se pusieron en su contra desde un principio, pues Jesús, con sus palabras y obras, desafiaba sus tradiciones. Predicaba un Dios que no condena, sino que ama incondicionalmente, y con su vida muestra ese rostro de Dios cercano a los pobres, a los publicanos y pecadores. Con esto les cuestiona su seguridad en un Dios que amaba a los buenos y era severo con los malos. Por otra parte, quienes en un principio lo habían acogido comienzan a abandonarlo. Ellos buscaban obtener algún prodigio de él, alguna curación, mientras que él les pedía la conversión; ellos buscaban tener, y él les pide dar. Jesús les propone la grandeza no del poder ni del tener, sino del servir a los demás. Esto desencanta a muchos, incluso de entre sus cercanos. Hoy vivimos una situación similar. Muchos se alejan de nuestras comunidades y abandonan la fe. Los criterios de vida que están de moda se alejan de la propuesta del evangelio. Hay quienes plantean que el cristianismo tiene que resignarse con desaparecer. ¿Qué nos pasa ante todo esto? ¿Cómo reaccionamos? Jesús, frente a la frustración no se resigna, sino que ora. No una oración que externaliza el problema, sino una que le hace entrar en sintonía con el pensamiento y el corazón del Padre. Solo así se pueden ver las cosas de otra manera. Si su mirada humana le hace ver el fracaso, la oración le hace ver la posibilidad del Reino y la acción de Dios. Jesús, en su oración, descubre que esta cerrazón de unos significa la apertura a otros, en este caso de los pequeños y sencillos: "Te alabo Padre, porque has ocultado esto a los sabios y lo has dado a conocer a los sencillos...". Tal vez si los fariseos hubieran acogido a Cristo, la comunidad hubiera estado cerrada a los pecadores y a los pobres. Es interesante descubrir cómo, incluso en la adversidad, se desarrolla el plan de Dios sobre la humanidad. Es el Dios que escribe derecho sobre los renglones torcidos. Entonces el Señor invita a que se le acerquen los cansados y agobiados, los que viven en la adversidad y la desilusión. Él nos quiere libres, serenos y felices. La religión de su tiempo, al igual que muchas veces la nuestra, agobiaba a la gente. Todo se llena de imposiciones y reglas que nada tienen que ver con la palabra de Dios, sino que son preceptos humanos. Habían inventado una serie de prohibiciones que se habían convertido en un insoportable yugo. Si percibimos que en nuestra práctica religiosa hay algo que nos cansa, que nos hace sentirnos oprimidos o que no nos convence, es probable que no provenga de la palabra de Dios, sino de preceptos humanos. El Señor nos ofrece el descanso que da la tierra prometida, la de aquellos que han dejado la esclavitud y han entrado en la tierra de la libertad. Es el yugo de la caridad y del servicio el único precepto que encaja bien en nuestra naturaleza humana. Jesús se presenta como el siervo manso y humilde. De su corazón siempre salen decisiones de aquel que sirve, nunca de uno que ataca o se impone. Es cierto que pueden cambiar los actores, pero Jesús nos propone cambiar el guion de la obra. Ya no se trata de ser amos, dominar e imponernos, sino que se trata de servir. Este es el nuevo mundo que construyen los que han acogido ser parte de este Reino de Dios.