Llega a mis manos el magnífico libro “El último romántico: el pensamiento de Mario Góngora”, de Hugo Herrera. En medio de un verdadero festival de revelaciones que muestran a un Estado convertido en caja pagadora de la política, leer a Góngora —el historiador y, más que eso, humanista que pensó a fondo el Estado como conformador casi ontológico de nuestra nación— produce por un lado tristeza y, por otro, alegría. Alegría al descubrir que hay un pensador chileno que nos invita a no sucumbir ante lo que él llama las “planificaciones globales” (izquierdas y derechas apegadas a sus ideologías). Hay otras posibles “terceras vías”, no estamos condenados a oscilar entre extremos ideologizados, podemos encontrar nuestro centro, pero no un centro aguachento, sino un centro existencial. Pero tristeza al comparar el estado espiritual e intelectual de nuestro país con esa generación del Chile del 38 (de la que formó parte Góngora), una generación que buscó desesperadamente entender nuestro ser e identidad propios.
Sus observaciones sobre los peligros de verdades abstractas desconectadas de la realidad son muy atingentes para lo que estamos viviendo y hemos vivido este año y medio vertiginoso: hemos visto chocar a una generación completa de jóvenes políticos con el Chile profundo: “una revolución que está solo en los cerebros es algo muerto”, dijo Góngora. Y advirtió qué ocurre cuando la política pierde su interioridad y pasa a ser un aspecto más de una racionalidad técnica (hoy día los sociólogos, ayer los economistas).
Herrera dice que la cuestión vital que atraviesa la existencia de Góngora es esta: “¿Es posible una acción política colectiva que sea, a la vez, orientada y guiada u orientada y situada, es decir, una acción política que se aparte del mero activismo, cuanto de una elucubración en el aire de la razón pura?”. Ya sabemos los efectos de esas “elucubraciones” que prefieren sacrificar la realidad a su ideología en vez de hacer el esfuerzo de comprender, sentir y hacer política “desde” la realidad humana individual y comunitaria, y no tratando de imponerle a la fuerza su grilla de lectura. Por un lado eso, y por otro, el activismo vacío, sin contenido, sin sentido de una política limitada a la búsqueda de poder, una política sin alma y, por lo tanto, incapaz de ofrecer esperanza. Las decepciones que hemos vivido en estos años y en estos últimos días son inmensas... y son el peligroso caldo de cultivo de la desesperanza colectiva.
Góngora, que intentó participar de la política, también vivió decepciones. Al comentar una concentración de la juventud conservadora a la que perteneció, dice: “discursos pobres, una masa mediocre, provocadora. No tengo nada que hacer allí. Es la vida, el problema concreto, terriblemente concreto, del destino de mi vida el que quiero pensar y resolver”: ¿Cómo no sentirse identificado con esas reflexiones? Góngora nunca dejó de estudiar la realidad chilena con una sensibilidad atenta a lo existencial concreto y conectada con la tierra: jamás privilegió la teoría por sobre la vida. En su diario de vida es posible encontrar esta hermosa reflexión: “Todas las ideas, todos los planes, todas las teorías han caído y quiero solamente entregarme al viento que pasa”.
Góngora fue un caminante, recorrió nuestro paisaje, lo contempló, se emocionó ante él, lo estudió con gran rigor, y pensó el habitar de un pueblo, y después una nación. Concibió un Estado orgánico, casi como un órgano viviente, no una entidad fría y abstracta, y afirmó que no hay Estado sin individuos, y que el Estado no puede anular a ese individuo único e irrepetible. ¿Liberal o conservador? Me parece que Góngora escapa a las etiquetas estrechas. Agradecemos al joven ensayista Hugo Herrera que nos traiga de vuelta a un pensador fundamental y cuyo olvido hemos pagado caro. Les haría bien a nuestros políticos locales leer menos a Friedmann y Mouffe o Laclau y más a Góngora.