El texto de este domingo está enmarcado en la misión que organiza Jesús para enviar a los apóstoles: escuchan sus consejos, les anticipa que la empresa será exigente y que anden con cuidado, porque habrá persecuciones. Ante este panorama, les dice tres veces: "No tengan miedo" (cfr. Mateo 10,26:28;31).
Jesús no les está pidiendo que no experimenten temor, realidad humana que Él mismo experimentó. Sino que les advierte que hay cosas a las que no hay que tener miedo y que no se equivoquen : no teman las calumnias o difamaciones, porque finalmente todo se conocerá y se hará la verdad (Mateo 10,28). No tengan miedo "a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mateo 10,29-31), porque al Cielo llegarán diabéticos, ciegos, inválidos, etcétera. Y no teman a la opinión del mundo intentando quedar bien con él, sino que estén pendientes de Dios que es nuestro Padre (Mateo 10,32-33).
Jesús compromete la intercesión de Dios Padre en la misión, ayudándolos en todas las vicisitudes y tribulaciones. Y les reclama algo que solo ellos puedan dar, su fidelidad a Cristo: "A todo el que me confiese ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos" (Mateo 10,32).
¿Y si no lo reconozco? Jesús nos da una respuesta que no nos puede dejar indiferentes : "Si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos" (Mateo 10,33). Cuando leemos estas palabras, es impensable que eso le ocurra a uno, claramente nunca querríamos desconocer nuestro amor a Jesucristo, ¡sería traicionar la fe y confianza en su vida y enseñanza!
Pero ¿quién me asegura que eso nunca va a suceder en mi vida? ¿Es razonable pensar que Pedro, que tanto quería a Jesús, cayera en la tentación y no lo reconociera?... ¡Es posible! Pasados los años, ¿cómo recordaría Pedro esta escena de la cual fue testigo? A mí me ayuda pensar que nos diría: "Me confié, tuve una seguridad de la que nunca habló Jesús en su predicación".
En la escritura leemos que el "principio de la sabiduría es el temor del Señor, tienen buen juicio los que lo practican" (Sal 111,10), "Todos sus santos teman al Señor (Sal 33 10), y así hay otras muchas citas en la Biblia que nos hablan del temor de Dios como un don del Espíritu Santo.
El temor como don de Dios está unido al amor, y lo podemos observar en las escrituras cuando Dios le dice a Abraham después que este ofreció a su hijo Isaac: "Ahora sé que temes a Dios" (Génesis 22,12), que traducido sería "ahora sé que me amas". Y cuando ese amor se purifica, "el amor perfecto expulsa el temor" (1 Juan 4,18) y amamos a Dios por ser Él quien es.
Este temor está en el "principio", por lo tanto todos pasamos por él para llegar a ese conocimiento -sabiduría- que es fruto del amor. Hay un sano temor que es propio de quien emprende una empresa -la santidad-, y hasta que no la alcance, siempre estará presente llegar a término. Por eso estamos vigilantes y desconfiados de nosotros mismos, porque el presumido ignora el fracaso, el autosuficiente desprecia cualquier temor y el ingenuo cree que todo lo hace Dios y que nada por tanto puede fallar.
Dios nos puede pedir "no tengan miedo", porque en todas las tribulaciones externas que nos sobrepasen siempre contaremos con él: "El Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará" (Jeremías 20,11).
¿Y en la batalla del corazón? Es distinto, porque si niego a Jesús ante los hombres, Jesús me desconocerá ante su Padre que está en los cielos (cfr. Mateo 10, 32-33). ¡Señor!, contemplo mi propia vida cristiana y no me convence, y aparece un temor tibio ¡que no me hace reaccionar! (ver Camino 326), pero llenos de esperanza, le decimos: "Mi oración se dirige a ti, Señor, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude" (Salmo 69/68,14).