El miércoles pasado, 21 de junio, comenzó oficialmente el invierno. Las noches serán más largas, los árboles se irán hacia adentro a guardar energía y todo invita a una larga y honda introspección. Las culturas antiguas, entre ellas la mapuche, ritualizaron este cambio de estación y para ellos en el invierno se deben hacer todos los descensos posibles, llegar hasta al fondo, para así renacer en primavera. No se renace sin antes haber muerto.
Nuestro país ya comienza a vivir un invierno rudo y exigente. No solo por el fenómeno del Niño, que puede desencadenar eventos climáticos extremos, sino por el fenómeno de la corriente de “los niños”, los de la otrora promisoria nueva izquierda, la nueva generación que venía a renovar la política, a mejorar la calidad de vida de los más vulnerables, a imaginar e inventar el futuro. Los niños y las niñas han desatado vientos y cosechado tempestades, también aluviones. Todo augura, si no hay un giro profundo, que este invierno será difícil, y que la primavera está mucho más lejos de lo que ellos creían. Ni qué pensar en utopías o paraísos en la tierra: el gran desafío para esta nueva generación que venía a refundarlo todo se reduce ahora a administrar el día a día (la “rugosa realidad”, diría el adolescente Rimbaud). Es ahí donde se han revelado sus profundas carencias y sus vacíos. Eso se llama gobernar, un verbo que parecía no estar en los manuales revolucionarios de Laclau ni de Mouffe, algunos de los inspiradores y acelerantes de la corriente de los niños.
Primer descenso: la salud. Los jóvenes colegiados con delantal blanco (ayer impolutos como ángeles) que desde sus púlpitos gremiales levantaron su dedo acusador contra las autoridades llamándolos “asesinos”, fueron incapaces —cuando ocuparon los cargos de sus acusados— de hacer todas las gestiones que había, se podía y se debía hacer para salvar a pequeños niños de la muerte provocada por un virulento virus.
Segundo descenso: educación. Miles de alumnos han quedado en una suerte de intemperie cultural, con resultados alarmantes, mientras las autoridades, fieles a un progresismo casi religioso, parecen más preocupadas de una “alfabetización sexual” que de las verdaderas alfabetizaciones pendientes.
Tercer descenso para este largo invierno: el de la anomia y la inseguridad, tan evidente para cada ciudadano en sus vidas cotidianas: las consecuencias de un octubrismo irresponsable se le han devuelto como un violento boomerang al Gobierno.
Y falta un descenso destapado en estos días (algunos hablan de una gran caja de Pandora): los moralizadores de la vida pública, al convertir al Estado en sus cajas pagadoras, han revelado tener tanto o más tejado de vidrio que quienes ellos iban a reemplazar, los de los “impuros” treinta años. Nuestros “cátaros” locales han perdido con eso su capital tal vez más importante: el de la superioridad moral. ¿Cómo afrontar este tormentoso invierno al que parece haber entrado esa izquierda hasta hace poco “soberbia y belicosa”, sin más temporales, aluviones y derrumbes, y cómo hacer los descensos que hay que hacer? La izquierda juvenil está obligada a hacer una profunda introspección invernal, reconocer los errores conceptuales en los que ha fundado su proyecto político de estos últimos años (ir a las raíces de sus fallas), reconectarse con el pueblo real (no el de sus consignas), y sobre todo mirar cara a cara su propia sombra y dejar de pensar que esta solo está en el adversario. Dejar de buscar la paja en el ojo ajeno y ver la inmensa viga en el propio. Solo así se podrán “abrir las anchas alamedas”. De lo contrario estas seguirán tan devastadas como lo están la Alameda y los espacios públicos de nuestra ciudad.
Rilke dijo: “bajo los inviernos/ hay uno tan infinitamente invierno/ que si lo pasas/ tu corazón resistirá”. ¿Están preparados para tan gran desafío estos jóvenes, hijos de tiempos de abundancia y comodidad, que ya no volverán?