Ya terminado el tiempo de Pascua, y después de celebrar las preciosas fiestas de Pentecostés, la Santísima Trinidad y Corpus Christi, la liturgia nos lleva a lo cotidiano de la vida de Jesús. Lo llamamos tiempo ordinario, pero es muy especial, donde se irá narrando el amor pasional que tiene Cristo por el ser humano: no queda indiferente ante el sufrimiento y el dolor, sino que se involucra curando y liberando. Jesús siente compasión al ver a la humanidad cansada y fatigada y nos hace parte de su obra salvadora.
Vivimos tiempos de un fuerte individualismo y pareciera que cada uno hoy se preocupa solo de su pequeño mundo. Vemos que la gente trabaja y se esfuerza, sin embargo, la vida de muchos se convierte en un sinsentido. Vemos el mundo de los jóvenes, quienes muchas veces confunden los valores por los que vale la pena jugarse la vida y terminan sumidos en una inmensa tristeza que intentan cubrirla con falsa alegría: confunden la alegría con el placer, la fiesta con la borrachera... O se dejan guiar por influencers que hacen pasar la vanidad o los insultos como una nueva visión del mundo y de la vida. Cuánto de la crisis de la salud mental que hoy vivimos tiene que ver con esto.
Dios siente una profunda pasión por lo que nos sucede. Se conmueve, y por eso envía a su Hijo al mundo, para que, liberándonos de aquello que nos oprime, nos dé una vida verdadera.
Jesús quiere involucrarnos en su obra de salvación. Nos equivocamos al pensar que los operarios de la mies es una referencia exclusiva a los sacerdotes y religiosas. Al hablar de la cosecha abundante y los pocos operarios, Jesús se dirige a cada discípulo invitándolo a contemplar la cosecha a recoger . Pensamos que a la gente de hoy no le interesa Dios, que es algo pasado, obsoleto, o por último algo privado. Pero la mies está madura, la humanidad está lista para aceptar el evangelio. Y es a esta humanidad, con sus limitaciones, contradicciones y desafíos, a la que Jesús nos invita a dirigirnos.
¿Por qué debemos pedir al dueño del campo que envíe operarios? Él debiese ser el primer interesado en el problema. Lo que pasa es que orar no se trata de repetir fórmulas para intentar convencer a Dios. ¡Dios ya hace su parte, y la hace muy bien! No se trata de pedir a Dios para que haga lo que le pedimos, sino que la oración nos pone en sintonía con sus pensamientos. La oración verdadera nos lleva a hacer nuestra su pasión de amor por la humanidad. Los operarios son pocos porque rezamos poco, y no nos dejamos inundar por el pensamiento y el amor de Cristo. La oración nos hace entrar en sintonía con Dios y nos lleva a involucrarnos en la transformación de la humanidad. Por eso debemos orar más.
Por esta pasión de amor, y por la necesidad de Dios del mundo, Jesús envía a los discípulos a expulsar los espíritus inmundos y curar a los enfermos. Los espíritus inmundos son todas esas fuerzas que se oponen a la vida. Son los demonios, que los identificamos con la envidia, los celos, el odio, rencor, el deseo de poseer siempre más, de dominar a los demás... Estos demonios crean el mundo despiadado donde el otro se convierte en un rival, un enemigo, en vez de ser un hermano a quien amar. Nuestro mundo está lleno de esto. Igual cosa con la enfermedad: la sociedad está enferma y necesita curarse de la falta de libertad, de la injusticia, de la desigualdad, de la violencia, de la corrupción. Sobre estos males Jesús nos da el poder y la autoridad para vencerlos. Este poder es la fuerza del Evangelio, frente al cual el mal no puede resistir. La cosecha es abundante, y el Señor cuenta con nosotros para llevarla a cabo. Es la obra de salvación que hizo Jesús y que nosotros estamos invitados a continuar.