Uno de los fenómenos más desafiantes de nuestros tiempos es la irrupción de la economía digital. Esa irrupción ha implicado el surgimiento de imponentes e innovadoras empresas digitales —las denominadas Big Tech, en donde normalmente se menciona a Amazon, Apple, Facebook, Google y Microsoft—. Desde hace un tiempo se escuchan lamentos de distintos actores de las economías desarrolladas —en un coro que ha ido aumentando—, quejándose por el enorme poder que tales empresas han ido adquiriendo, bajo una histórica indolencia de las autoridades de competencia. Ese malestar ha llevado a la discusión y aprobación de leyes ad hoc, que buscan limitar tal poderío.
A grandes rasgos, las Big Tech son plataformas que conectan dos o más mercados, recopilando información de forma automatizada de sus usuarios y su crecimiento exponencial se explica por efectos de red, economías de escala y ámbito y costos de cambios. Las palabras claves son plataforma —o gatekeepers— y data, lo que las convierten en engranajes insustituibles en los ecosistemas económicos.
En las redes sociales, los datos personales de los consumidores son la mercancía —trueque, si se quiere— que se intercambia por el uso de la red social y que luego son monetarizados frente a anunciantes de publicidad. En las plataformas de comercio en línea, los datos permiten ofrecer a los consumidores ofertas y productos basados en sus intereses y planificar decisiones comerciales. En cambio, en los sistemas operativos, los datos son esenciales para que los desarrolladores puedan evaluar el rendimiento de las aplicaciones o software utilizados en la plataforma.
El primero en reaccionar frente al poderío de las Big Tech fue Alemania, quien introdujo una enmienda a su ley de competencia, otorgando poderes adicionales a su agencia para imponer restricciones a las plataformas cuyo incumplimiento se presume anticompetitivo, a menos que se demuestren eficiencias.
Por su parte, la Unión Europea, con la dictación de la “Digital Markets Act” (DMA), impuso obligaciones detalladas para las grandes empresas tecnológicas, cuyo incumplimiento no admiten defensas de eficiencias. La DMA prohíbe, por ejemplo, favorecer los productos o servicios propios de la plataforma en lugar de los de terceros que la utilizan y competir con esos terceros utilizando sus datos. Asimismo, la DMA obliga a las Big Tech a proporcionar información sobre el rendimiento de los servicios ofrecidos a los socios comerciales en el servicio de muestra de anuncios y permitir que los dispositivos, sistemas operativos o software sean compatibles con productos o servicios de competidores.
EE.UU. intentó adoptar una legislación similar a la DMA, que ni siquiera llegó a someterse a votación, aunque es esperable que el gobierno actual haga nuevos intentos en este sentido. Por su parte, el Reino Unido está discutiendo un proyecto más flexible, que rescata aspectos de la ley alemana y europea.
Estas leyes y proyectos buscan principalmente combatir abusos unilaterales mediante presunciones, simplificando el trabajo de la autoridad o denunciantes, pero arriesgando la prohibición o el castigo de conductas que pudiesen ser beneficiosas para la sociedad.
¿Qué debiéramos hacer en Chile?
A mi juicio, nuestra ley es suficientemente amplia y flexible para procesar los desafíos propios de la economía digital. Es cierto, eso sí, que las investigaciones y los procesos de libre competencia son lentos y costosos, algo inherente a la discusión de cuestiones complejas.
La autoridad de competencia dispone de tres instrumentos que pudiesen ser útiles en esta materia, antes de “entrar a picar” con una ley nueva. Por un lado, se puede realizar un estudio de mercado, que haga un diagnóstico del fenómeno en nuestro país, considerando las particularidades de nuestra economía. Además, es posible elaborar guías que permitan a los agentes del mercado conocer qué cosas son de particular preocupación para el persecutor, al momento de investigar ilícitos en el escenario digital. Por último, y si así se estima necesario, existe la posibilidad de dictar instrucciones generales por parte del tribunal de competencia.
Luego de agotados uno o varios de los instrumentos recién mencionados, puede ser que se llegue a requerir una modificación legal o incluso una ley nueva especial, para facilitar el control a las Big Tech, si es que aquel odre viejo —nuestra probada y antigua legislación de competencia— no puede soportar la acidez del vino nuevo. Si eso es así, parece prudente al menos esperar a ver cómo se implementan las leyes que ya se han aprobado en los países del norte, para elegir las reformas precisas que permitan equilibrar prudentemente los errores de dejar libre a un infractor con los de sancionar a un inocente.
Felipe Irarrázabal