La iniciativa del Gobierno de iniciar las negociaciones para una nueva reforma tributaria con las organizaciones empresariales ha producido resquemores en diferentes sectores; entre ellos, en diversos parlamentarios que, con razón, sostienen que el lugar para deliberar sobre las políticas públicas es el Congreso. Al respecto puede ser conveniente reflexionar acerca de cuál es el rol de esas organizaciones y cuáles son sus límites en una democracia representativa.
Es evidente que los tiempos en que las empresas se debían exclusivamente a sus accionistas están obsoletos y el capitalismo moderno contempla la noción de que ellas deben responder a una variedad de stakeholders. Las organizaciones corporativas son parte de la comunidad, aportan a la sociedad en múltiples ámbitos y tienen funciones muy claras, como promover el cumplimiento estricto de los estándares éticos y bregar por el crecimiento económico, la sostenibilidad y las buenas prácticas entre sus afiliados.
Sin perjuicio de ello, su función primaria sigue siendo velar por el cumplimiento estricto del tratamiento justo que deben a sus clientes y trabajadores y la obligación de asegurar la continuidad de sus negocios promoviendo la administración eficaz de las inversiones de sus accionistas.
Sin embargo, diversos autores llaman la atención respecto al riesgo que conlleva el rol político de las organizaciones gremiales, profesionales o sindicales. Lo primero es que los intereses, las prioridades y las agendas de estos grupos de interés pueden ser muy legítimas, pero ciertamente no son idénticas a los de la sociedad en su conjunto, ni tampoco interpretan necesariamente el bien común. Es por ello que las recientes iniciativas del Ministerio de Hacienda para lograr acuerdos tributarios con las organizaciones empresariales suscitan el temor, justificado o no, de que ello pueda llevar a un uso indebido de su poder económico para la promoción de sus intereses particulares a expensas del bien común.
Subyacente a estas reacciones se puede vislumbrar el temor al surgimiento de ciertas visiones corporativistas que son incompatibles con la democracia representativa. En efecto, la ideología corporativista (que ciertamente ha estado muy presente en ciertas tradiciones intelectuales e historiográficas nacionales) asume que la sociedad está organizada por grupos de interés, unidos principalmente por su rol en la estructura de producción, y por eso, promueve un sistema político en que los gobiernos se vinculan directamente con ellos, lo cual entrega a dichas organizaciones una gran influencia en la formulación de las políticas públicas y en general en la toma de decisiones de los gobiernos. Ello, voluntaria o involuntariamente, excluye los intereses generales de la sociedad. Más aún, es un sistema de poca transparencia, porque el público no tiene acceso a la información y desconoce las motivaciones detrás de las decisiones que pueden ser inadvertidamente sesgadas en favor de algunos y en detrimento de otros. En suma, las aspiraciones de los grupos de interés son claramente diferentes a las de la ciudadanía en su conjunto, ellas se deben principalmente a sus filiaciones específicas y particulares y sus representantes no emanan de la soberanía popular.
Aquello es muy contradictorio con la idea democrática de que la representación es a través de los partidos políticos, encargados de canalizar la pluralidad de opiniones y perspectivas ideológicas que existen en toda sociedad, porque los intereses de los ciudadanos van más allá de su rol en la producción, son múltiples y variados y deben, por lo tanto, ser procesados a través de los representantes de la soberanía popular, encargados de producir una síntesis, en una concepción del bien común compartida y conocida por los votantes.