Recordar, volver a traer a la mente aquellas personas, lugares o situaciones vividas que estaban latentes, pero que no siempre emergen, es un acto humano.
Somos memoria porque esta construye nuestra identidad, dicen los filósofos de todas las eras. “Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos”, escribió Borges.
Recordar es la búsqueda de respuestas a preguntas eternas.
Colo Colo ha vivido en la última semana espacios de recordación.
La semana pasada, el club reunió a un puñado de cracks que construyeron aquel equipo que hace 50 años rozó la gloria de la Copa Libertadores y, en las últimas horas, los hinchas han revivido aquella mágica noche de hace 32 años cuando esa misma Copa aceptó por fin entrar a las vitrinas del fútbol chileno.
La memoria alcanza para ambas situaciones. Y es bueno que así sea, porque a partir de lo vivido se puede seguir viviendo.
Hay que recordar para sacar conclusiones. Y Colo Colo debe sacarlas a partir de lo que lograron hacer aquellos muchachos del 73 y del 91. Es un ejercicio más que obligado hoy, cuando los albos viven solo de ilusiones y promesas vacías de redención sustentadas en el populismo barato.
No hay fórmulas mágicas para ganar, hay que empezar diciendo. No es cosa de voluntad ni de gastar plata a destajo. Lo que sí debe haber es convicción para llegar alto.
En Colo Colo 1973 y 1991 hubo mucho de eso. Y en todos los estamentos.
En el plano dirigencial, estuvo claro que había deseos de trascender. Héctor Gálvez (1973) era colocolino de esos que soñaban con ver a su club con más que títulos nacionales: lo quería como dueño de una copa internacional y con estadio propio. A lo mismo apuntaba la dupla de Peter Dragicevic y Eduardo Menichetti (1991) que, finalmente, logró cristalizar los sueños de don Héctor.
Ambos equipos tuvieron también entrenadores que no solo estaban obsesionados con las victorias, sino que además querían que ellas reflejaran un concepto ligado al espectáculo. Luis Álamos (1973) y Mirko Jozic (1991) hicieron de sus equipos un modelo a seguir. Verlos jugar no solo en Santiago, sino que también en otras canchas sudamericanas, era un placer. A veces, incluso, un orgullo. Ambos dejaron su firma, su sello. Y perduraron. Trascendieron.
Los jugadores, finalmente, eran distintos al común e incluso a los que hoy tienen más comodidades y posibilidades. Nef, Galindo, Herrera, González, Rubilar, “Chamaco”, Páez, Messen, Caszely, Ahumada, Véliz, Beiruth, Silva, Lara y Osorio (1973) eran madera de artesano. Morón, Garrido, Margas, Ramírez, Mendoza, Vilches, Pizarro, Espinoza, Yáñez, Dabrowski, Barticciotto, Martínez, Pérez y Peralta fueron metal fino. Ambos planteles tenían como para ser moldeados y convertirse en estatuas eternas.
Pareciera que estuviéramos hablando de historia añeja, antigua, de siglos lejanos. Pero no, es crónica moderna. Que a veces se olvida, pero que en tiempos de pobreza de planes, de falta de pasión por los colores, de poca imaginación y de tanto desencanto es bueno reflotar en la memoria ese quimérico museo de formas inconstantes…