Lo explico latamente en un libro reciente, pero es pertinente reiterarlo por lo que afirmaré a continuación. Voté apruebo en septiembre. Lo hice a pesar de haber sido crítico de la deriva que siguió la Convención: su manía identitaria, su desmesura, su desprecio por los entendimientos, su insensibilidad a lo que estaba pasando en Chile y el mundo. Estuve entre los que imploramos modestia para componer un acuerdo amplio que garantizara una clara mayoría en el plebiscito de salida. La respuesta que recibimos fue siempre la misma: que carecíamos de autoridad, que no entendíamos la dinámica interna, que ya se arreglaría. Con todo, como dije, voté apruebo. Lo hice pensando que la propuesta encaraba los temas emergentes que mueven a los jóvenes, que sus excesos podían ser corregidos en el Congreso, y que el rechazo nos conduciría a un túnel sin salida. No dispongo de un contrafactual, excepto para lo último: a diferencia de lo que pensaba, el mundo político sí fue capaz de reencauzar exitosamente el proceso constitucional. “¿Te arrepientes?”, me preguntan a menudo: no; en democracia la derrota no es una afrenta, porque ella dispone de los mecanismos para corregir los errores.
Dicho lo anterior, estimo necesario volver a la responsabilidad de quienes ejercieron el control de la pasada Convención en desatar la resaca conservadora que entregó al Partido Republicano la llave maestra de la nueva Constitución, que tiene a JAK a las puertas de La Moneda, y que dejó a punto de zozobrar al proyecto político de toda una generación.
Las corrientes en cuestión decidieron llevar la batalla política al campo cultural. Como contaban con una holgada mayoría en el órgano constituyente, creyeron que podían imponer su agenda desde arriba, desde la Constitución, y ahorrarse la construcción paciente de una nueva hegemonía en la sociedad. Feminismo, regionalismo, ecologismo, pueblos indígenas, identidades sexuales: son todas causas valiosas pero que no se pueden imponer a rajatabla, pues su respaldo social es parcial y sutil. Pasó entonces lo que tenía que pasar: aguijoneada por el proyecto de la Convención, e incentivada por el voto obligatorio, se despertó una criatura que permanecía en estado de hibernación, resignada a la idea de que su lugar en la historia ya había caducado. El Chile tradicional, ese de personas mayores, de gente de fe, de hombres que se sienten desplazados, de regiones, tomó nueva vida y se encauzó en la ola conservadora que arrasó el 4-S y el 7-M enarbolando las banderas del orden, la familia, la religiosidad y el patriotismo.
En otras palabras, las fuerzas progresistas, embrujadas por la izquierda identitaria, sus intelectuales, sus activistas y sus redes sociales, decidieron jugarse el todo o nada en la batalla cultural. La ganaron en la Convención, pero la perdieron categóricamente en la sociedad. Les pasó como a Napoleón, que fue a Waterloo para consolidar su poder, pero fue derrotado dando paso a la liquidación del ímpetu revolucionario, a la restauración de la monarquía y a su exilio. O como a Pinochet, que se impuso como el candidato de la junta militar para ser vencido luego en el plebiscito por una ciudadanía que estaba madura para un cambio, y terminar como terminó: como un peso para sus propios partidarios.
No se trata de cuestionar a quienes llevaron sus demandas específicas a la escena institucional sin reparar en que estaban engendrando una poderosa reacción en sentido opuesto, como ha sucedido dramáticamente con la causa indígena. Lo que ha de ser condenado es el comportamiento, tanto dentro como fuera de la Convención, de las corrientes de izquierda, la nueva y la histórica. En lugar de poner freno al maximalismo que llevó a su derrota, se contentaron con palabras de buena crianza o actuaron tímida y tardíamente. Ellas son las que tienen a cargo el gobierno de Chile. No pueden olvidar la lección.