Acabo de regresar al sur, donde vivo, y me entero que mi amigo el poeta Erick Pohlhammer, ha muerto.
Anoche vientos muy intensos botaron el árbol que está a la entrada de nuestra casa, un noble avellano. Al saber del fallecimiento de Erick, recordé estos versos de Jorge Teillier en homenaje al poeta francés prematuramente muerto, Henry Guy Caddou: “y el poeta derribado/es sólo el árbol rojo/que señala el comienzo del bosque”.
Los avellanos se encienden de rojo una vez al año aquí en el sur. No podemos llorar por Erick, él nos diría que dancemos, que riamos a mandíbula batiente como monjes zen ante el mal chiste de la muerte, que sigamos celebrando cada instante como único e irrepetible.
Erick es el gran poeta celebracionista de la poesía chilena, nuestro Rumi. Lo conocí por primera vez en Isla Negra, enero de 1974, en el balneario de un Neruda fallecido en medio de la tragedia, donde se paseaban Enrique Lihn, Cristián Huneeus, Nicanor Parra. Yo tenía 13 años; Erick, 18. Lo veo riéndose, siempre al borde de una carcajada cósmica o sumergiéndose en el mar. Erick, en su poesía, nos invita a sumergirnos en la totalidad, con humor y gozo, plenamente conscientes del milagro de estar vivos: “el milagro de estar vivo/ el milagro de ver/ el milagro del ojo/ el milagro del párpado (...)/ el milagro el milagro el milagroso vivir”.
¿Y el morir, Erick? No sé si pueda ir a tu entierro. Pero tú me contestas desde tu poema “El entierro de Enrique Lihn”: “Es verdad que no fui al entierro de Enrique Lihn/ casi me mataron porque no fui al entierro/ me pelaron hasta decir basta/ Ni muerto voy a enterrar a los muertos/ Los muertos están + vivos que nosotros los vivacetas/ Nosotros los vivacetas, muertos de miedo de vivir”.
¿Hay acaso un muerto más vivo que mi inmortal amigo Erick Pohlhammer? ¿Alguien que haya poetizado, con tanta levedad y gracia, el fluir de nuestras vidas, “que son los ríos que van a dar en la mar/ que es el morir”, como decía Jorge Manrique? Esta cita le hubiera gustado mucho a Erick: recitaba con fruición a los clásicos de la poesía del oro español, silabeándolos: “Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/ y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”.
Erick no llegó a viejo, murió en la infancia de la vejez. “Yo soy un niño viejo eterno”, dijo. Un viejo niño como Laotsé. Nómade por esencia, vagaba por las calles, conversando con algún admirador anónimo y “perdía el tiempo”, o sea, lo ganaba, hablando con la misma pasión de fútbol, de un verso endecasílabo o de algún maestro hindú. ¡Y el Maestro era él!
Recorrió las calles con la mirada nueva del viejo niño: “Aunque viaje por la misma/ voy por la calle de costumbre/ con la mirada nueva/ iluminando como lumbre/ el paisaje cotidiano/ hacia el centro de mi centro”.
Una vez, en el centro, frente al cerro Santa Lucía donde yo vivía y se solía alojar Erick, nos enamoramos de una palmera que veíamos desde mi balcón.
Decidimos escribirle poesías a esa musa todos los días, ser sus fieles trovadores. Creamos la primera empresa de servicios poéticos del mundo, “La empresa de la dicha verdadera” (aparecimos en la página de Economía y Negocios de este diario). ¿Alguien podría disputarle a Erick la condición de socio mayoritario de la dicha verdadera?
Cierro los ojos: es casi de madrugada y Erick me empuja a hacer una peregrinación tocando el timbre de todas nuestras ex amadas cantando a voz en cuello: “todo se derrumbó dentro de mí/ dentro de miiiií”. Obedezco a Erick, en trance, a realizar este acto poético, sin saber cómo reaccionarán las “ex”.
Sí, todo se derrumba, pero el poeta derribado señala el comienzo del bosque… y del mar. “Pido un aplauso cerrado/ por el creador de la roca y el agua/ por la lluvia generosa/ el milagro del aire” —dijiste. Yo pido un aplauso cerrado por ti, Erick. ¿Un aplauso cerrado, dije? Un aplauso abierto quise decir, abierto como el cielo y el mar donde sigues danzando…
Cristián Warnken