La noche del 4 de septiembre del 2022 parecía claro que la vía de las “transformaciones” a través de una Constitución estaba fracasada. Pos-7M ya no tiene vuelta (al menos por los próximos años). El Presidente Gabriel Boric debe decidir, ahora, cómo sigue su mandato por los siguientes treinta y cuatro meses.
Un camino es ceder a la presión de la izquierda, para ir por lo que más se pueda. El mensaje de Teillier después de las elecciones no tiene matices: “Nuestro propósito es contribuir con el gobierno en esta hora difícil y aportar al máximo a salvar el programa que la derecha pretende hundir definitivamente”.
Podría acompañarse, para ello, de la retórica del odio que —conviene no olvidar— ha marcado la historia de la izquierda, desde oficialismos y oposiciones. La misma que pavimentó la emergencia del Frente Amplio y, algunos años después, la elección de Gabriel Boric. La abrevia con cruda nitidez Camilo Escalona, cuando hace unos días llamaba al “pueblo chileno” a unirse para “frenar la regresión ultraconservadora” (curiosamente, el mismo pueblo que votó masivamente en las elecciones, con los resultados que ya sabemos).
La otra opción es asumir con sobrio pragmatismo que, tal como están las cosas, La Moneda tiene aún la oportunidad (y la obligación, dirán algunos) de impulsar una o dos reformas importantes. Y, para concretarlas, salvo que sean saludos a la bandera, tendrá que conversar con la oposición.
En sus palabras la noche del 7M, Boric manifiesta esa disposición, comprometiendo una reforma tributaria y previsional “que considere las diferentes visiones que existen en la política chilena”. Ver para creer tanta buena voluntad. Han sido varias ya las invitaciones a conversar con la derecha para definir proyectos relevantes, que terminan en la imposición oficialista y las recriminaciones tras su rechazo en el Congreso. La oportunidad, sin embargo, sigue ahí.
Hay, además, severos problemas que resolver. Seguridad, el primero de todos. Las señales no son buenas, el gobierno sigue enfrentando la prioridad de los chilenos con voluntad más administrativa que política.
En estas páginas se exponía ayer el balance de la agenda comprometida hace un mes, con doce proyectos que todavía no ingresan al Congreso. La explicación es evidente: la rebelión de la izquierda, que se niega a las leyes que buscan orden, protegen la propiedad privada y entregan a las instituciones facultades para investigar y reprimir delitos.
Luego está la crisis económica. Aunque se intente dar malas noticias como si fueran buenas, Chile es el país que menos va a crecer este año en América Latina. El desempleo aumenta todos los meses, cada vez más chilenos se pasan a la informalidad, sin contrato, sin cotizaciones (y, obviamente, sin “40 horas”, ni salario mínimo). Cuesta creer que se insista en una reforma tributaria en esas condiciones, no al menos sin intentar antes un plan de reactivación y un esfuerzo por recortar gasto público.
La próxima cuenta presidencial será el momento para responder a la duda que ya empieza a flotar en el aire: cómo abordará el gobierno, que emergió con la promesa de cambiar radicalmente a Chile, una futura Constitución con la que no va a sintonizar ideológicamente. Si es aprobada en un plebiscito, ¿la firmará el Presidente, ciñéndose a las reglas de la democracia o, como dijo esta semana el senador Insulza, sentirá que no está obligado a hacerlo?
Definir hacia dónde sigue la marcha, después de dos contundentes derrotas —en una causa, además, suya y trascendente— exige al Presidente de la República algo más que diseñar una hoja de ruta. No es únicamente la selección de reformas por las que jugarse y, desde luego, decidir su contenido. Es, sobre todo, afinar el tono, elegir las palabras y maneras, para señalar la voluntad de un gobierno sin mayoría política ni social, que tiene por delante tres años.
Isabel Plá