El 1 de mayo la autoridad regulatoria americana intervino y dispuso de los activos de otro banco: el First Republic. Por su tamaño es uno de los grandes colapsos bancarios de ese país.
¿Estaremos ante una repetición de lo vivido en el 2008? Ese año, en marzo, el banco de inversión Bear Stearns fue también intervenido. Muchos pensaron que el problema había quedado atrás, hasta que pocos meses después, en septiembre, se detonó la gran crisis financiera.
Parece más razonable suponer que estamos viendo una parte del complejo proceso de ajuste de una economía cuya tasa de inflación estaba cerca de los dos dígitos. Para contenerla, la autoridad monetaria en un breve período de tiempo elevó en más de 500 puntos su tasa base.
Ese camino de ajuste ya se está recorriendo. La inflación de abril acumuló 4,9% en 12 meses y la inflación “core”, 5,5%. Bastante menores a los valores de mediados de 2022, pero muy por encima de lo deseado.
El presidente de la Fed, luego de la última alza a 5,25%, indicó que se veía posible una pausa. El efecto de las tasas más altas y la nueva actitud de mayor cautela del sistema financiero debieran impulsar a que la economía continúe en su proceso de normalización.
Los datos de actividad, sin embargo, mantienen su dinamismo. Por ello, la opinión mayoritaria es que Estados Unidos experimentará una recesión moderada y no un colapso financiero hacia fines de este año. Desde el punto de vista mundial, esto sería compensado por la continua recuperación de China.
Pero en el intertanto ha surgido la posibilidad de que no se logre llegar a un acuerdo para ampliar el límite de US$ 31,4 trillones que tiene la deuda pública del país del norte. Ello equivale a más del 120% del PGB, cifra que solo tiene comparación con los períodos posteriores a la II Guerra Mundial.
De no concretarse el acuerdo, podría detonarse un default de consecuencias impredecibles.
En el trasfondo de esta discusión hay dos visiones de cómo lograr lo que se expresa como un propósito común: mejorar el bienestar de la ciudadanía. Los republicanos son más escépticos a los efectos positivos de grandes erogaciones fiscales. Los demócratas, por el contrario, lo ven como algo indispensable y desconfían del sector privado, al que desean regular de forma cada vez más integral.
Esta diferencia tiene larga data y comienza con la interpretación distinta del período en que EE.UU. se alza como potencia económica: los 30 años entre 1870 y 1900. Para algunos es el tiempo de los “robber barons”, creadores de la industria del petróleo, el acero, los ferrocarriles, etc. que se hicieron millonarios a costa del pueblo, lo que se corrigió por la vía del control estatal en la etapa progresista posterior. Para otros, los 30 años fueron el puntapié inicial del auge, en que el producto ajustado por inflación subió un 233%, la población se duplicó y el ingreso per cápita creció un 90%. Los salarios reales subieron, la tasa de analfabetismo cayó un 46%, la expectativa de vida subió un 12,5% y la mortalidad infantil bajó el 17%.
Curiosamente, fue el Presidente Carter en los 70 el que redujo la tensión, iniciando un proceso de desregulación que fue seguido de las políticas procrecimiento del Presidente Reagan. Hoy, un claro viraje a la izquierda de un sector del Partido Demócrata ha vuelto a dar mayor dramatismo a las diferencias y pone a prueba las barreras institucionales que encauzan la convivencia democrática.
La primera propuesta de los republicanos, que controlan la Cámara de Representantes, planteó un alza del límite de 1,5 trillones hasta el 31 de marzo. Exigió mantener el nivel de gasto en los niveles de 2022 en ciertos sectores clave y un aumento máximo del 1% anual la próxima década. La primera reacción del Presidente Biden fue que era inaceptable, ya que no les daría cabida a sus reformas sobre condonación de la deuda de los estudiantes universitarios y subsidios a los autos eléctricos. Esto es parte de lo que busca la oposición, pues ambas reformas no tienen la aprobación explícita del Congreso.
Chile, al igual que el mundo, está en camino de ajustar su economía para contener una inflación que superó los dos dígitos. Los datos recientes muestran una moderación al 9,9% anual que es un avance, pero sin duda insuficiente. A principios de este año estaba claro que la inflación sería más compleja de controlar, pero que debido a la solidez de las empresas e instituciones financieras, el crecimiento sería más resiliente. Eso es lo que hemos visto hasta ahora.
Es interesante visualizar cómo los mismos dos diagnósticos efectuados en EE.UU. también han marcado la historia reciente de Chile. Los más de 30 años de progreso sin paralelo en nuestra historia, que cualquier analista imparcial puede apreciar no solo en indicadores económicos, sino principalmente en los sociales y de movilidad, han sido denostados y desconocidos. Se pretendió llevar al país a un cambio radical, muy lejano a su tradición, orquestado con acciones intimidatorias y de violencia.
Si observamos lo que ha expresado la ciudadanía en los varios procesos electorales, quedan nítidamente claro dos anhelos. Por un lado, esperanza de más progreso y mejor satisfacción de sus necesidades, influida por el decreciente impulso de avance de la economía chilena, llegando a casi su detención en la última década. Pero, por otra parte, ha quedado también claro que no desean que sus tradiciones, libertad y capacidad de elegir se pongan en riesgo. A su vez exigen al Gobierno que cumpla su tarea principal: entregar orden y seguridad.
La elaboración de una propuesta de nueva Constitución les da a los actores políticos la posibilidad de encauzar democráticamente sus respectivas visiones, permitiendo que se expresen de acuerdo a la voluntad del momento. La tarea no es simple; basta para ello tomar como ejemplo el tercer punto del Acuerdo por Chile: “Consagrar a Chile como un Estado social de derecho”. El concepto de Estado de Derecho se remonta a la Antigua Grecia, que los ciudadanos se rigen por leyes iguales para todos y conocidas y comprendidas previamente, ya se encuentra en Aristóteles. En cambio, el Estado social de derecho, como concepto, no aparece hasta el siglo XIX en Alemania. Si bien es posible encontrar ciertos beneficios en él, finalmente es imposible de separar de la evolución autoritaria que esa sociedad tuvo en la primera mitad del siglo XX. Por su parte, el concepto se repite en la Constitución venezolana vigente, que solo para una minoría de chilenos puede ser un ejemplo.
Si hubiera ánimo de encontrar un camino de compromiso, probablemente se debe incorporar el reconocimiento a que el Estado desarrolle tareas sociales, lo que por lo demás es propio de la historia del país. Pero un Estado social de derecho que monopoliza la provisión de bienes sociales es insostenible en la República. El Estado debe compatibilizar su accionar con las libertades fundamentales de los chilenos, que son previas a su existencia. La libertad de asociación, la libertad de conciencia, el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos no pueden quedar subordinados al accionar del Estado. Por ello es que ni las personas, ni ellas obrando a través de asociaciones pueden quedar excluidas de la salud, la educación o las pensiones, ni quedar subordinadas a los designios del Estado. Más aún, el cumplimiento de la responsabilidad estatal de garantizar los derechos de las personas debe hacerse a través de instituciones públicas y privadas. Esta idea excluye toda mirada antagónica entre el aparato público y las organizaciones civiles, e impone sobre el primero un deber de colaboración hacia quienes son los titulares de esos derechos.
El país tiene hoy la oportunidad de dejar atrás los enfrentamientos y buscar la prosperidad que la sociedad requiere. La experiencia demuestra que hay ciertas instituciones y reglas que tienen tradición de éxito y que, cuando son seguidas, permiten el progreso, sacando a millones de la pobreza.