Para dimensionar el triunfo de la derecha el pasado día 7, hay que volver la mirada a los 1930, cuando ella tenía una mayoría precaria en ambas cámaras; y a su nadir, en marzo de 1965, cuando casi es borrada del mapa en lo político, salvándose apenas por una que otra personalidad fuerte en el Senado; mientras, la DC obtenía el 42% de los votos. En esos momentos, era la confirmación de la voz (definitiva) del pueblo y de la Historia, que determinaba la sepultación del pasado. La soberbia de los vencedores era funcional al desconcierto y perplejidad de los derrotados.
Quizás esa tarde de marzo se abrió el camino ineluctable de la crisis que culminaría otro día, del que ahora se conmemoran los famosos “50 años”. No se trataba de que la derecha entonces representara un proyecto magnífico (no lo tenía), pero sí que el sistema quedó sin equilibrio, y comenzó la carrera por el cambio, al final el cambio por el cambio, incluyendo la para muchos irresistible atracción por los sistemas totalitarios. Pocas veces un triunfo como el de 1965 se diluyó con tanta rapidez, aunque la DC como partido tuvo un papel central hasta el 2000.
Nuestra crisis reciente (2019) fue más abrupta; se acumularon tensiones y de pronto estalló. En su violencia urbana y persistencia por meses —y en cierto sentido en un par de años—, no tenía precedentes. ¿Qué la produjo? Ningún fenómeno de este tipo puede reducirse a una sola causa. Aquí basta con decir que la sociedad chilena no resistió el shock cultural de la modernización acelerada, que no arribó a un desarrollo pleno, pero sí dio grandes zancadas hacia esa meta. Y vino la resaca desde el segundo semestre de 2021, un cansancio y hasta pavor de la mayoría social que, con algunos remansos, se extendió hasta el domingo 7. ¿Qué pensarían los derrotados de derecha del 65? No se trata de justicia, sino de la afortunada tendencia al equilibrio en la sociedad chilena, a pesar de sus falencias y ebriedades eventuales.
Sin embargo, en esta revancha contra el 65 se jugó un elemento puramente político, aquello que se ha llamado el eclipse del centro, al cual se le culpa por la polarización extrema del 73 y de todo lo que siguió. Como explicación única, monocausal, me parece insuficiente y, sin embargo, es indispensable en más de un sentido. Porque los más importantes modelos democráticos del siglo XX y, con moretones, todavía del XXI han tenido la tendencia al bipartidismo. En Inglaterra lo fueron, y todavía en gran medida lo son, conservadores y laboristas (socialistas); en EE.UU., demócratas y republicanos (las cosas han ido cambiando en las últimas décadas); en Alemania Federal, desde 1949, entre democratacristianos y socialistas hasta nuestros días, con la fragilidad relativa del caso; y en la Francia, entre gaullistas y socialistas, que este último tiempo se ha esfumado y reemplazado por un esquema multipartidista.
¿Qué nos dice esto? Que la importancia del centro radica en tener un punto de orientación hacia un centro de gravedad, que implica simultáneamente unos límites a lo que se puede transformar el sistema, más allá de lo cual deja de ser Estado de Derecho y ya no es democracia. Estos límites son bordes, si se quiere, pero inexpresados e inexpresables, y mejor que estén alojados en un preconsciente de los ciudadanos, en ese espacio fronterizo entre lo racional y lo irracional, y que solo se verbalicen en caso de crisis, que reflejen algo tan simple como un consenso básico, polaridad sin polarización. La derecha tiene la oportunidad de ser la principal, pero no la única fuerza que diseñe una Carta que perdure, y haría bien en mirar retrospectivamente, sobre todo a ese atardecer del 7 de marzo de 1965.