Los resultados electorales del domingo 7 son claros y contundentes. Los partidos de derecha compondrán mayoritariamente el Consejo Constitucional, y, en teoría, podrían prescindir de la izquierda y del centro para generar una nueva Constitución. Pero el sentido común y la prudencia, tan importantes en la política y en el Derecho, llevan a concluir que no todo lo posible es bueno.
Así lo muestra la experiencia de la más antigua democracia constitucional. En efecto, Inglaterra cuenta desde el siglo XVII con una Constitución no codificada, la primera y más venerable de las constituciones del mundo. Sin embargo, teóricamente su vigencia pende de un hilo, ya que en cualquier momento la mayoría del Parlamento podría derogarla o alterarla completamente, y, con ello, dejar sin efecto todas o algunas de sus partes: common law, equidad, principios, leyes constitucionales, costumbre y jurisprudencia. Y es que, en teoría, el Parlamento es soberano, y, por eso, puede eliminar el orden constitucional, o transformarlo en sus bases esenciales. No obstante, nada de esto ha ocurrido durante los casi cuatrocientos años de vigencia del principio de soberanía del Parlamento.
El common sense, tan característico en la vida política inglesa, ha hecho que ciudadanos y políticos asuman que no necesariamente todo lo que es posible es bueno, y que en democracia las mayorías son circunstanciales. Por eso, quien gana una elección nunca puede pensar que obtiene una especie de cheque en blanco para hacer lo que le plazca, menos aun cuando lo que está en juego es ni más ni menos que la Constitución.
El contraste con nuestro pasado reciente es evidente. Al amparo de una mayoría aplastante y de la idea de la hoja en blanco, la Convención Constitucional actuó como un auténtico soberano, y redactó un proyecto que se apartaba radicalmente de la tradición constitucional chilena y de sus principios generales, así como de algunos aspectos esenciales de los modelos constitucionales más prestigiosos del mundo. Teóricamente podía hacerlo. Contaba con la mayoría necesaria para llevarlo a cabo, sin necesidad de siquiera escuchar a la minoría. Pero el resultado fue deplorable desde todo punto de vista. Los ciudadanos le dieron un portazo a la refundación de la república y a la visión maniquea y partisana que menospreció y silenció a la minoría, y que se alejó de la tradición y principios constitucionales bicentenarios.
El nuevo escenario surgido de las elecciones del fin de semana trae aparejado el riesgo de que quienes resultaron triunfadores caigan en la tentación de actuar en el Consejo Constitucional de la misma manera que quienes controlaron la Convención. Como se comprenderá, aquello sería un error garrafal, porque el diálogo y el acuerdo son esenciales para la democracia. Por eso, la nueva etapa del actual proceso constituyente se debe afrontar con ese sentido común tan necesario para la política y el Derecho. A este respecto conviene no perder de vista que las constituciones no hacen milagros (ni la política ni el Derecho lo hacen), ni pueden transformarse en una especie de interminable lista de deseos, aspiraciones o puntos de vista personales camuflados bajo la apariencia de derechos, por muy respetables que sean.
Las constituciones son esencialmente mecanismos de limitación del poder, estructuradas en base a unos acuerdos mínimos, pero fundamentales, como la dignidad y los derechos y libertades consustanciales a todo ser humano, el sometimiento del poder al Derecho, la separación de poderes, la democracia representativa y la orientación de la actuación estatal al bien común. Nada impide que aquel acuerdo incorpore nuevas temáticas, como la protección de las personas frente a las contingencias económicas y sociales, el cuidado de la naturaleza, y el reconocimiento y protección de los pueblos indígenas y de su cultura. De hecho, todo aquello forma parte de las doce bases constitucionales que presiden el actual proceso constituyente.
Ningún país puede darse el lujo de mantener una discusión interminable sobre su orden constitucional. Aquello sería insano e insultante para los ciudadanos, que demandan del mundo político la solución a graves problemas cotidianos, de todos conocidos. En tal sentido, la actual etapa del proceso constituyente ofrece una oportunidad única para alcanzar un acuerdo que entregue a Chile un texto nacido en democracia, que recoja lo mejor de nuestra tradición constitucional y de la experiencia comparada más exitosa, con los ajustes que permitan corregir los defectos y falencias detectados a lo largo de los años.
José Ignacio Martínez Estay
Profesor de Derecho Constitucional e investigador de POLIS, Observatorio Constitucional de la Universidad de los Andes