Uno de los misterios que plantea el triunfo de los republicanos es el de los ámbitos en los que mostrarán su identidad.
La política —y la política constitucional no es en esto una excepción— es una mezcla de cuestiones prudenciales, por una parte, y de asuntos de principio, por la otra. Las primeras son relativas a las circunstancias y admiten una amplia flexibilidad; los segundos, en cambio, suponen la afirmación de valores incondicionales.
Eso último es lo que configura la identidad ideológica de un partido.
Ahora bien, la pregunta que cabría plantear a los republicanos (a los republicanos puesto que son los triunfadores de la última elección y lo que piensan las otras fuerzas políticas ya se conoce) es cuáles ámbitos serán para ellos materia de decisiones prudenciales y cuáles, en cambio, cuestiones de principio que no admiten negociación. Se trata —atendido el papel relevante y definitorio que poseerán en el debate constitucional— de una pregunta que deben responder: ¿Cuáles son esos principios que, justo por ser principios, no están sometidos a negociación porque son los que confieren sentido a su participación en la vida pública? Y es aquí donde surge como asunto clave el problema del derecho a la vida y la admisión, o no, del aborto.
Porque parece obvio (tanto para liberales como para los conservadores) que esta sí es una cuestión de principios. Los liberales, por ejemplo, piensan en general que el que está por nacer no tiene intereses propios cuyo peso sea igual o superior a los de la madre. Y abogan entonces por una regla de autonomía y de derechos reproductivos a favor de esta última. Los conservadores en cambio piensan que la vida humana se configura desde la concepción y que, por lo mismo el nasciturus posee un derecho a la vida con la misma intensidad que el suyo o el mío. Y hasta donde es posible advertirlo —salvo que llegados al poder o con la cercanía del mismo lo hayan olvidado— esta idea acerca del inicio de la vida humana y la consiguiente proscripción del aborto es para los republicanos un asunto de principios.
Y desde luego no sería serio que esta vez dijeran (como alguna vez lo ha dicho José Antonio Kast) que él es contrario al aborto; pero que respeta la legalidad vigente. Porque aquí no se trata de qué ley debe ser respetada sino de qué ley podrá ser aprobada por la mayoría y cuál será inadmisible: esa es la función que cumple una regla constitucional.
El asunto es relevante no solo como una prueba de integridad de las ideas y concepciones que ese partido ha sostenido, sino también desde el punto de vista meramente político. Porque si los republicanos han logrado un amplio apoyo como consecuencia de haber profundizado el tema de la seguridad, es muy probable que ese apoyo se deteriore o languidezca en una medida relevante, si, como es de esperar debiera ocurrir, declaran su punto de vista firme en este materia. Las grandes mayorías anhelan seguridad, pero al mismo tiempo están a favor del aborto. ¿Qué harán entonces los republicanos? Lo que no podrán hacer, salvo que quieran asemejarse a la Decé, es alegar que sus convicciones morales son privadas y las cultivan y atesoran en la esfera de la familia, sin aspirar a expandirlas en el conjunto de la sociedad. Una argumentación como esa puede ser rentable desde el punto de vista electoral; pero se parecería demasiado a la frase de Marx (Groucho): “¡¡Estos son mis principios!! (pero si no le gustan, tengo otros)”.
De esta manera, republicanos está puesto en un dilema interesante desde el punto de vista del debate público: si hacer de la política un asunto de principios o si, en cambio, la practicará como una cuestión de astucia prudencial.
El debate constitucional, se sabe bien, exige renuncias y consensos puramente superpuestos y a retazos, y un liberal sostendrá que los grupos en pugna deben por eso resignarse a que sus razones y puntos de vista finales se mantengan en las sombras a fin de alcanzar un consenso traslapado, una coincidencia parcial acerca de la forma de vivir y la fisonomía de la comunidad política. Pero, de creer el discurso que los republicanos han manifestado una y otra vez, ello en la opinión de sus líderes no debiera alcanzar a cuestiones de principio por las que, según han declarado, han descendido a la arena política. Y la principal cuestión de principio para ellos debiera ser la de la vida, la santidad de la vida (si no ¿cuál otra?); pero en tal caso ¿estarán dispuestos a explicitarlo o preferirán, esta vez, la astucia prudencial?
No es fácil el dilema (si se atienen a sus principios, arriesgan su electorado; si los relativizan, perderán credibilidad); pero tiene la virtud de que ayudará a recuperar el vigor del debate de veras, un debate hasta ahora virtualmente inexistente.
Carlos Peña