Como siempre, me impresiona la rapidez y seguridad con que una buena cantidad de analistas de la realidad nacional expresan una opinión formada y concluyente apenas pocas horas después de ocurrido un hecho político importante como el de la votación del pasado domingo. No hay dudas en ellos, no hay preguntas, ningún grado de desconcierto, solo seguridades y certezas, y esto último para sostener, según los distintos medios y las diferentes firmas de los autores, interpretaciones bien disímiles unas de otras. Ninguno se declara confundido, jamás, y menos aún perplejo, como si estarlo constituyera un motivo de vergüenza.
Dicho lo cual, y a riesgo de incurrir en la misma precipitación y alardes de seguridad que me encuentro criticando, no me queda más que emitir opinión sobre lo del domingo 7. El periodismo se hace día a día y tiene tiempos distintos a los de la academia e intelectuales que trabajan en ella. Estos últimos pueden pasarse la vida tratando de desatar un nudo, mientras los políticos sacan tijeras y los cortan, y, si bien sin confundirse ni con aquellos ni estos, el periodismo se parece más a la política. Todos quieren tener la razón, y al tiro, y exhibirse como poseedores de la única interpretación correcta ante hechos que suelen estar causados, o al menos correlacionados, con una compleja variedad de antecedentes y factores. Se imponen las simplificaciones, y ahora voy con la mía:
De un tiempo a esta parte tengo fuertes dudas de que la mayoría de los chilenos queramos realmente una nueva Constitución, es decir, una que, junto con reemplazar a la que lleva ya 43 años y que tuvo su origen en una dictadura, sea también una Carta Fundamental para el siglo XXI y los nuevos desafíos y problemas que este trajo consigo.
Es cierto que en 2019 hubo un muy amplio acuerdo político cupular para tener una nueva Constitución y es efectivo que un plebiscito posterior ratificó esa opción por un 80% de los votantes. Sin embargo, vistos los hechos ahora con alguna distancia, pareciera que ambos obedecieron más bien a la urgencia de improvisar una pronta salida a la crítica situación política y social que se produjo a raíz del estallido social. Si uno se fija en el acuerdo cupular, fue raro que la elite política del país, después de una larga siesta constitucional que se remontaba a 2005, tomara la bandera de una nueva Constitución, y es probable, asimismo, que parte importante de aquel 80%, consciente o inconscientemente, al decir Sí a la preparación de una nueva Constitución, estuviera pensando en administrar un antídoto contra la violencia del estallido. ¿Que hubo el intento constitucional del segundo gobierno de Bachelet? Claro que sí, pero a última hora, con oposición de algunos del propio sector de la Presidenta, y con un portazo del siguiente gobierno que no sacó ni a un partido y ni a una sola persona a protestar en las calles.
Fallida la ex-Convención en su propuesta, se inició luego un nuevo proceso, pero a cargo de tres órganos distintos y 12 bases que en buena medida anticipan contenidos constitucionales, y que, elegidos recién los integrantes del principal de esos órganos, se haya dado una amplia mayoría al partido político que desde un comienzo, y sin la más mínima ambigüedad, se ha opuesto al reemplazo de la Constitución del 80 (hubo otros de la derecha, en la misma postura, pero solapadamente).
Que se trató de un voto contra el actual gobierno, que la crisis de seguridad, que el descontrol migratorio, que la contingencia económica, que los votos nulos y en blanco… Sí, puede ser, pero mantengo en pie la pregunta: ¿Queremos realmente una nueva Constitución?