El domingo será un día más trascendente de lo que la apatía política podría insinuar. Somos un país en el cual existen distintas y antagónicas cosmovisiones respecto de cómo debe ser la nación en la cual queremos habitar y donde los disensos han extendido sus fronteras más allá de lo razonable. Nuestro desafío actual es nada más y nada menos que crear normas constitucionales que nos permitan a todos vivir en el lugar que nos vio nacer y competir, por medio de mecanismos propios de la democracia, para hacer realidad nuestros distintos proyectos políticos, económicos y sociales. En suma, una Constitución que, como se ha dicho, sea “una que nos una” y no signifique un juego de suma-cero donde el que triunfa lo gana todo y el derrotado lo pierde todo.
Para alcanzar lo anterior hay ciertos elementos de la modernidad que merecen ser rescatados y encarnados en nuestra futura Carta, porque empíricamente han sido los pilares en el desarrollo político, cultural, económico y social de la humanidad en los últimos 200 años.
En primer término, tenemos la revalorización del individuo y de su dignidad, libertad y derechos. En segundo lugar, la idea de que los gobiernos deben generarse por el consentimiento de los gobernados y su poder debe ser limitado para evitar abusos y arbitrariedades creando equilibrios y contrapesos, como la separación de poderes y un conjunto de derechos individuales y civiles inalienables. Finalmente, está la posibilidad de lograr y expandir mayor prosperidad para todos a través del crecimiento económico. A veces olvidamos que todos estos fenómenos son nuevos en una historia marcada durante miles de años por la tiranía, la servidumbre, la precariedad material y, por ende, la pobreza generalizada.
La emancipación de la persona humana de las constricciones que la colectividad le imponía en todos los aspectos de su vida (incluidos aquellos que hoy consideramos del ámbito más sagrado de lo privado, como, por ejemplo, la religión que profesamos y la libertad para educar a nuestros hijos); el individuo como sujeto de derechos; la igualdad ante la ley, y la justicia independiente del poder gobernante constituyen hitos en la historia de la civilización.
Una de las mutaciones más relevantes y menos reconocidas de la modernidad se refiere al cambio en la naturaleza misma de lo que es la riqueza. La economía capitalista que aflora en ese momento dejó atrás el destino inexorable de que para tener posesiones era necesario arrebatarlas a quienes las detentaban. La riqueza, hasta entonces básicamente preexistente y lista para ser simplemente apropiada o distribuida, fue despojada de su carácter predominantemente estático y limitado, basada principalmente en la propiedad de la tierra, y por el contrario, en adelante debe ser generada por la creatividad, la innovación y la asunción de riesgos por parte de un emprendedor que, al hacerlo, crea valor para los consumidores y beneficia a la totalidad de la sociedad a través de nuevos bienes, servicios y facilidades. Ello, a su vez y por primera vez en la historia, permitió el crecimiento económico y así aseguró a multitudes crecientes la posibilidad de salir de la precariedad material y espiritual propia de la mera subsistencia. Por cierto, esta generación de riqueza y el sistema de incentivos que ella demanda benefician a unos más que a otros, pero lo esencial es que quienes se enriquecen más no lo hacen a expensas de otro, sino creando un valor que es aprovechado por todos.
El domingo, entonces, deberíamos apoyar a candidatos moderados, con conciencia de que Chile nos pertenece a todos, incluidos quienes piensan diametralmente distinto, y que estén dispuestos a defender las reglas que nos permiten vivir en democracia, como personas libres, y aprovechar el ingenio humano para crear riqueza en beneficio de todos.