La incertidumbre reinante respecto de los resultados electorales del domingo pone en evidencia el desacople existente entre la esfera política y la sociedad civil.
La primera, ocupada por el Gobierno, los partidos, el Congreso, los medios de comunicación y las redes sociales, se muestra desconcertada. Está confundida y a la defensiva. Dedicada a simular números y porcentajes de votación. A anticipar ganadores y perdedores. Lo de siempre.
Por su lado, la sociedad civil, o sea, la vasta organización de clases y grupos, territorios y actores colectivos, movimientos sociales e identidades, hogares y sistemas productivos, comunidades y asociaciones, mercados y consumidores —interconectada de múltiples formas y dotada de una creciente autonomía—, genera su propia esfera de actuación y expresión. Se ha vuelto menos predecible, más individualizada, activa, demandante, diversificada. Con repertorios propios de recursos de acción, consciente de sus necesidades y derechos, y extremadamente voluble frente a la esfera política.
En efecto, ella puede manifestarse con similar ductilidad a través de grandes movimientos de protesta, como ocurrió en torno al 18-O de 2019; votar por listas del pueblo e independientes radicalizados en la elección de convencionales de mayo de 2021, o rechazar rotundamente la propuesta de aquellos, como hizo el 4-S de 2022. El domingo podría perfectamente inclinarse hacia las derechas, o favorecer las candidaturas más extremas a uno y otro lado del espectro, o producir una suerte de empate que obligue a todas las fuerzas a ponerse de acuerdo.
Como sea, atrás quedan varios mitos: que Chile posee una mayoría natural progresista, que los votantes de centro son el poder dirimente, que las derechas nada más representan a la burguesía y los intereses del gran capital, que el norte es por definición proletario y de izquierdas, que en la sociedad hay un extendido sentimiento antiautoritario, o posneoliberal, o de espontánea solidaridad o de profundo arraigo de los valores democráticos.
La tendencia de la esfera política a leer a la sociedad civil en términos puramente ideológicos, o a relegarla nada más que a los confines de la vida privada, o a creer que la fuerte (y necesariamente contradictoria) modernización experimentada por ella la ha dejado incólume sin dotarla de nuevas capacidades, recursos, identidades, poderes, creencias, valores, comportamientos y desafíos es, sencillamente, un error. Un grave malentendido.
Si las élites de la esfera política no abandonan de una vez por todas esa equivocada aproximación, y no aceptan que hoy la sociedad civil es tan poderosa o más que el Estado, y que ella forma una parte esencial—y no meramente subsidiaria o subalterna— del espacio público y necesita ser integrada a las decisiones, no habrá democracia ni futuro que resista sus demandas, derechos y embates.