Otra vez intentaremos resolver institucionalmente lo que tal vez solo pueda ser resuelto en las profundidades de nuestra psique colectiva, ahí donde se mueven de verdad las corrientes subterráneas que después irrumpen o estallan en la superficie de la historia, o trayendo más luz o trayendo más sombra. Ya hemos tenido demasiada sombra estos últimos años.
Culpamos a los migrantes de la violencia, pero una parte importante de ella estaba antes adentro nuestro: es cosa de ver las barras bravas jugando su propio partido, los narcos y anarcos asolando nuestras ciudades, los que disparan contra buses escolares en La Araucanía, los pirómanos que incendian los territorios, los overoles blancos que devastan cada día los restos de nuestra educación pública: todo eso no viene de afuera. Claro que una migración descontrolada ha sometido al país a una presión límite, pero ella solo se agrega a problemas nuestros no resueltos, muy hondos, que hay que mirar de frente.
Hay dos fuerzas contrarias que habitan el alma de Chile: la de la delicadeza (cuya máxima expresión es la de nuestros poetas y creadores, incluidos emprendedores) y la del resentimiento (alimentado teóricamente desde nuestra academia y una parte de nuestra política). ¿Cómo hacer para que la primera esplenda más que la segunda y movilice lo mejor de nosotros? ¿Cómo sanar la segunda, tan atávica y con tanto poder y energía destructiva? Sin educación ni cultura, no podremos resolver esta tensión que desgarra el ser de Chile por dentro. Nuestras élites económicas han creído que con puro crecimiento económico, que con pura inversión, el país avanza hacia el futuro. Pero la historia ya nos ha mostrado con fuerza que ese crecimiento (siendo muy importante) no basta para sostener la comunidad que somos.
¿Y nuestra solidez institucional? Sí, el país tiene una suerte de “reserva institucional” que nos ha salvado dos veces: en el acuerdo del 15 de noviembre, cuando el país incendiado parecía marchar al caos; y el 4 de septiembre, cuando fue rechazada la demencia refundacional que nos llevaba a la deconstrucción. El próximo domingo buscaremos por segunda vez una salida constitucional a nuestra crisis, y es loable que los ciudadanos volvamos a insistir en una elección y en un proceso constitucional. Ahí todavía late el espíritu legalista de Andrés Bello y, en medio de una Latinoamérica dirigida por dementes o imprudentes (véanse las últimas declaraciones de Petro en Colombia), eso claro que vale oro. Es verdad. Este país que se cae geográficamente al abismo (entre terremotos y volcanes) no puede darse el lujo de caer al abismo institucional. Pero eso no basta.
Me conformo con una Constitución razonable, que no pretenda resolver las grandes diferencias ideológicas, insolubles y abstractas. Pero no podemos conformarnos con un país sin un proyecto educacional potente como el que en el siglo XIX hizo nacer la Universidad de Chile y puso las bases de la educación pública, y tantas otras iniciativas de gran envergadura. Esa élite decimonónica sí entendió lo que era “hacer país”. No se trata de repetir lo mismo en un siglo (el nuestro) que plantea otros desafíos, pero se trata de levantar culturalmente y espiritualmente el país, de sacarlo de la mezcla letal de farándula y violencia, de incivilidad, anomia y superficialidad. Eso es urgente. Y recuperar esos 300.000 niños que el sistema educativo perdió. Ni una Constitución ni un programa de gobierno bastarán por sí solos para salir del estancamiento en que estamos. Esta no es solo una tarea económica, política, sino también anímica y espiritual. Aunque no lo parezca, todas esas dimensiones están interrelacionadas. Solo con elecciones, constituciones y crecimiento no daremos el salto que necesitamos para salir de la decadencia. Si no encontramos nuestra luz propia, la sombra seguirá recorriendo la patria, multiplicando odio y pobreza.