De una extrema movilización, el país transitó a un extraño estado de hibernación, agobiado por la inseguridad, la naranja mecánica. Antes, las instituciones casi se desplomaron, lo que nos dejó heridos en el ala. Paradoja, estos remansos entre frenesí y frenesí permiten echar anclas sobre roca segura y resistir, por si se aproxima un nuevo temporal.
Porque, antes del 18-O, la historia reciente del país estaba marcada por una progresiva desafección con las instituciones y los marcos regulatorios espontáneos de la vida social, algo no extraño a las democracias en períodos de paz política. Luego, el Estallido, de profundidad y duración no observadas en las sociedades contemporáneas, sobre todo en una como Chile, que era vista como un “oasis” de paz y prosperidad. Disolvió en un santiamén esa calma aparente, en una ebriedad autodestructiva que conquistó el alma de quizás los dos tercios de la población. Parecía que la estructura institucional cedería y el Gobierno se vendría abajo —con el aplauso bobo de una clase política suicida— dejando al país a la deriva de la revolución permanente, que sabemos dónde termina.
Al final, un poco a tientas, sacando fuerzas de la flaqueza, por momentos con actitud heroica y en parte con la cooperación de un sector de opositores, hubo un reencauzamiento. Nos salvó —sarcasmo— un prurito latinoamericano, la creencia de pensamiento mágico en las constituciones. La Carta que se escribirá será la N° 253 de la historia latinoamericana. Para llorar a gritos. Sin embargo, ciertas supersticiones pueden tener efectos benéficos. Personalmente, en su estado actual, no encuentro nada demasiado defectuoso en la Carta vigente. A pesar de todas las reformas, nunca logró zafarse de su marca de nacimiento, la ilegitimidad, por las condiciones en que fue aprobada en 1980.
Aunque el Acuerdo del 15-N no acabó con el estado de efervescencia, ayudado por la pandemia se transmutó en proceso electoral donde el espíritu de fiesta orgiástica se mantuvo por un tiempo considerable. Con pacificación, pero no apagado el espíritu de rebeldía, el sí a un proceso constitucional fue resonante en octubre de 2020; fue seguido por lo más farsesco que ha habido en nuestra historia, la elección de los miembros de la Convención Constituyente en 2021 y otras elecciones de la misma tendencia.
Ahí comenzó a extinguirse el fuego rebelde, por el escepticismo y después horror que emergió como iceberg en la primera vuelta presidencial. Como a la derecha casi siempre le va mal en el último momento, el actual Presidente tuvo un triunfo cómodo en la segunda vuelta, al precio de crear una nueva polaridad en el país. Y vino el remate, el fin de los restos del Estallido con el plebiscito del 4 de septiembre, creando un remanso para que se entrara en razón, la razón posible. Entre tanto, el país, que ya se encontraba con sus instituciones menguadas, salió más que magullado de toda esta situación.
Cuando a las democracias les adviene lo que consideramos la normalidad, se debilita la base del sistema, el interés por participar en lo público. Es la nube que ahora se cierne y lo que se juega el próximo domingo. Este peligro para nada se puede aventar con las ofertas rutilantes de pequeños demagogos y demagogas, como los “retiros” con que se han solazado en los últimos años. Que se vote atento tanto a la historia de Chile, a las democracias que funcionan y a las promesas efectuadas por el Rechazo antes de la justa de septiembre pasado. Sobre todo, que no se olvide que un documento racional siempre es más perfecto que la desnuda realidad; el problema consiste en que tiene que interactuar con esa misma realidad.