Las acusaciones constitucionales a los ministros, en un régimen presidencial, deben tener base jurídica. Sin embargo, a veces son usadas como voto de censura política. Los legisladores derriban así ministros por razones políticas; no jurídicas. Puesto de otro modo, se arrogan la atribución de remover ministros, lo cual en un sistema presidencial es una autoridad exclusiva del Presidente.
Bajo el parlamentarismo, el jefe de gobierno es el primer ministro, quien elige a los ministros. A diferencia de los legisladores en sistemas presidenciales, los miembros del Parlamento pueden censurar por razones políticas al gabinete o al jefe de gobierno. Si esa moción es aprobada, el gobierno cae y debe ser reemplazado. La contrapartida: el primer ministro puede disolver el Parlamento.
Entre 1990 y 2023 hubo 22 acusaciones constitucionales en Chile, de las cuales tres fueron admitidas. La Comisión Experta busca evitar que se tergiversen las acusaciones constitucionales elevando el umbral de votos requerido para llevarlas adelante. El remedio es razonable. Tiende a minimizar el riesgo.
Se propone, luego, otro remedio: los diputados pueden, tres veces por año, examinar y someter a votación la gestión de cualquier ministro (cap. IV, a. 49, a). 3) No es una acusación constitucional, que indaga si un ministro infringió la Constitución o las leyes, sino una “censura” política. Si un 60% de los diputados vota su disconformidad con la gestión del ministro, el Presidente es obligado a dar razones públicas, mediante oficio a la Cámara, para mantenerlo en su puesto. El efecto esperado es canalizar por esta vía acusaciones políticas sin base jurídica sólida.
Hay tres enmiendas propuestas. Una, rebaja el quorum para que la censura prospere a cuatro séptimos; otra, elimina la restricción de tres por año. Estas amplían el uso de la censura. Una tercera, limita las censuras a dos por año.
Este voto de no confianza en la gestión de un ministro se parece a la censura política de los regímenes parlamentarios. Pero hay dos diferencias. Primero, no obliga al ministro a renunciar. El Presidente puede mantenerlo. Solo debe explicar por qué. Segundo, el jefe de gobierno no puede disolver la Cámara.
Este novedoso mecanismo abre una compuerta para censurar por razones políticas a cualquier ministro, un poder considerable que desequilibra las relaciones Congreso/Gobierno. La Cámara aumenta su poder en desmedro de la Presidencia y del Senado. Tal asimetría Cámara/Senado es inconducente. La oposición tendrá incentivos para usar el mecanismo con el fin de sacar rédito político. Cada censura acaparará la atención de los medios y las redes. Y los costos para sus patrocinadores serán muy bajos, aun si esta fracasa.
Un ministro cuya gestión ha sido sometida a votación y reprobada será un cadáver político. El Presidente podría salir a respaldarlo, pero serán sus razones contra las razones de los diputados. Choque frontal con la Cámara. Si “legalmente” sobrevive porque la mayoría que lo reprobó no alcanza el 60%, mantenerlo también acarreará un costo político sustancial dificultando la gobernabilidad.
Bajo el parlamentarismo, la censura se rige por reglas distintas que producen otros incentivos. Quienes la promueven arriesgan la disolución del Parlamento y, por ende, ponen en riesgo sus propios cargos. Por eso son usadas raramente y con mucho cuidado. Es más, la censura al gabinete cuadra con el principio fundacional del sistema parlamentario: el gobierno responde al Parlamento, que lo elige y que lo puede reemplazar por meras razones políticas.
Si este mecanismo queda en pie, los diputados que pueden remover ministros pronto querrán vetar nombres de antemano. Los ministros requerirán de una doble confianza: del Presidente y de la Cámara. No lo dirá la norma, pero la práctica política será esa. Se contraviene así la división de poderes propia del sistema presidencial. La atribución presidencial de “nombrar y remover a su voluntad a los ministros de Estado” (cap. V a.92.g) quedará muy debilitada. Es improbable que un Presidente quiera mantener ministros que han reprobado públicamente el examen a que los sometió la Cámara. Si el Presidente nombra ministros consensuados con los diputados, Chile regresa a su mal llamada “república parlamentaria”, a sus rotativas ministeriales, a su gobierno de asamblea. El Congreso derriba ministros y el Presidente no puede disolverlo. Tampoco habrá evolución al parlamentarismo. ¿Qué incentivos tendrían los diputados para instaurar la disolución de su Cámara?
Lo sensato es descartar este mecanismo tan novedoso como peligroso. El remedio es peor que la enfermedad.
Eduardo Alemán
Universidad de Houston
Arturo Fontaine Talavera
Universidad Adolfo Ibáñez y U. de Chile