¿Cómo negar que hubo rabia en la ex Convención Constitucional, próxima a ser sustituida —póngase atención a las palabras— por un Consejo Constitucional, sin que pueda omitirse una alusión a una Comisión Experta que debería tener el borrador de la nueva Constitución ya listo cuando asuman los mencionados consejeros, además del elenco de árbitros custodios de 12 bases que, mucho más que simples bordes, anticipan directamente igual número de contenidos constitucionales?
Esa pregunta expresa la crítica que me merece el diseño escogido para esta nueva fase del proceso constitucional de un país que ha demorado ya 43 años en reemplazar la Constitución de una dictadura, satisfaciéndose durante todo ese tiempo con reformas a cuentagotas y que hasta algunos meses podían ser vetadas, como de hecho lo fueron durante décadas, por un voto más un tercio de los parlamentarios en ejercicio.
Ese segundo párrafo de la presente columna pone de manifiesto la autocrítica que tendríamos que hacer como país ante una tan prolongada pereza constitucional, causada por el despliegue abierto o solapado de intereses antes que por consideraciones políticas y técnicas acerca de cuándo y cómo hacer una nueva Constitución después que la anterior —de 1925— había sido enviada al desván de los recuerdos por las cabezas de un golpe de Estado que se dio —paradójicamente— en defensa de esa misma Carta Fundamental cancelada.
Me doy ahora un respiro —y lo doy también a aquellos lectores que puedan haberse incomodado con lo que va de esta columna—, para señalar que la actual nueva fase del proceso constitucional debe tener éxito en su cometido y en su objetivo, entendiendo por lo primero, la producción de una propuesta constitucional en tiempo y forma, y por lo segundo, que ella sea aprobada por la mayoría de los ciudadanos. En la doble finalidad de reemplazar la Constitución del 80 y de tener una para el presente siglo, no podemos fallar dos veces, y las críticas que se tengan acerca del diseño adoptado para la nueva fase, al menos en el caso de este columnista, no responden al ánimo de desacreditar ni hacer daño al actual momento del proceso, sino a la convicción de que la crítica y la autocrítica hacen bien a los países, a las instituciones y a los individuos. Si a mi entender el diseño adoptado pagó un precio en términos de una democracia del siglo XXI, mucho más alto sería el precio a pagar si fracasara la fase actualmente en curso.
La rabia no se esfumó a partir del 4 de septiembre de 2022, sino que cambió de bando, contagiando a muchos de los vencedores en esa votación popular. Una rabia que venía incluso de antes, desde la elección del actual Presidente de la República, y que, si bien en ocasiones disimulada labios afuera, se instaló intensamente en quienes no podían aceptar un cambio generacional en el espectro político del país. ¿Cuándo una nueva generación adopta las mismas ideas de aquella a la que reemplaza? Más allá de la arrogancia y desmesuras mostradas por la nueva generación, lo que atormentaba y continúa atormentando a sus críticos es el solo hecho del cambio generacional, como si este no respondiera a un fenómeno natural. Tengo también la convicción de que, tratándose del Gobierno actual, tanto la arrogancia como la desmesura han desaparecido, pero los nuevos rabiosos, en vez de celebrarlo, lo denuncian, mezquinamente, como si se tratara de una maniobra o falta de coherencia.
¿Acaso no se puede aprender en el poder aquello que se ignoraba o no se tenía suficientemente claro antes de ganarlo?
Debilidad en gestión, además de improvisación en algunos asuntos, mas no preparación para una revolución ni ansias de refundación, es lo que, según creo, complica mayormente al actual Gobierno, en medio de una grave crisis de seguridad cuyas causas y responsabilidades hay que buscar más allá de un solo gobierno.