Una Constitución democrática destinada a regir los destinos políticos de países plurales, a veces incluso profundamente fracturados, en los cuales conviven visiones diversas y a veces diametralmente opuestas, debe cumplir al menos con dos prerrequisitos indispensables. En primer lugar, sus normas necesitan ser diseñadas de tal manera que permitan que gobiernen tanto los partidos de izquierda como de derecha, y por ello no pueden incluir políticas sustantivas que eventualmente impedirían que un programa de gobierno determinado, aunque mayoritariamente aprobado, pueda ser implementado.
En segundo término, es indispensable que los derechos y libertades clásicas —sin los cuales es irrisorio hablar de Constitución democrática— estén clara y firmemente establecidos, pues necesitamos poder pensar libremente lo que queremos, expresar nuestras ideas, asociarnos con quien queramos para distintos fines, movernos dentro y fuera del territorio, adherir a nuestras propias creencias, profesar nuestro culto preferido, elegir a quienes nos gobiernan, emprender los trabajos preferidos y mantener nuestra propiedad protegida. En la medida en que estas libertades están garantizadas, ello obviamente excluye necesariamente, en la práctica, a gobiernos de ideologías totalitarias incompatibles con esas mismas libertades.
La democracia depende no solamente de normas e instituciones, sino que exige ciertos intangibles no menos importantes. Su legitimidad depende no solo de su origen, sino también de la capacidad de cumplir con su cometido principal, que es asegurar las libertades contra posibles abusos de poder de los gobiernos y ofrecer gobernabilidad.
Vargas Llosa nos dice que la falta de confianza, que se ha definido como el cemento que pega las instituciones, es una de las razones por las cuales estas fracasan. Efectivamente, se requiere una ciudadanía que confíe en sus instituciones, que tenga la convicción de que estas existen para garantizar la seguridad , la justicia y los derechos personales de todos. Sin confianza, no hay posibilidad de capital social ni de acuerdos espontáneos; y todas las actividades de los seres humanos deben, por lo tanto, ser legisladas, reguladas y controladas por factores externos, porque los individuos no son capaces de ejercitar la cooperación espontánea.
En los últimos tiempos, en Chile hemos experimentado una triste historia de elusiva gobernabilidad. Han fallado los regímenes políticos, los sistemas electorales y la organización de partidos eficaces, idóneos, disciplinados, representativos y con un ideario claro y compartido, que permitan la fluidez de los gobiernos y un cierto grado de cooperación entre estos y la oposición.
Hay otros factores exógenos a la organización de los gobiernos, pero que influyen y hacen más o menos posible la gobernabilidad en los países. Principalmente, me refiero a la pobreza, que no permite la incorporación activa de vastos sectores de la sociedad al sistema democrático y a la organización económica. Altos grados de desigualdad amenazan también la cohesión social en forma permanente, como asimismo, la diversidad étnica, cuando esta lleva asociados altos grados de conflictividad y, principalmente, si es utilizada —como es el caso en Latinoamérica— para fines políticos antisistémicos y más aún si está vinculada al narcotráfico.
En suma, la legitimidad proviene de la capacidad de los gobiernos de garantizar la libertad, el orden y la seguridad pública dentro del marco de la ley y del Estado de Derecho; y de asegurar eficacia en la resolución de los problemas concretos de las personas y para implementar, a través de un servicio civil profesional ágil, las políticas de desarrollo y las reformas económicas que se acuerden para elevar el nivel de vida de los más necesitados.