La excesiva fragmentación del sistema partidario ha revivido el debate acerca del sistema electoral. Parece haber consenso respecto de los problemas que surgen del exagerado multipartidismo, pero pocas coincidencias respecto de cómo reducir la fragmentación partidaria. La opción más obvia para lograr este objetivo, reducir el número de bancas por distrito, parece haber sido descartada por la oposición del oficialismo. Otra propuesta que viene discutiéndose intensamente en estos días se centra en la eliminación de los pactos electorales. A algunos académicos muy respetados les parece un camino apropiado para reducir la fragmentación; sin embargo, considero que esta no es la solución más adecuada y podría tener efectos nocivos para la política chilena.
El presidencialismo funciona mejor cuando los presidentes que no obtienen una mayoría partidaria en el Parlamento logran construir coaliciones gubernamentales con otros partidos. Las coaliciones electorales promueven y cimientan las coaliciones de gobierno. Cuando los partidos compiten separados, estos tienen grandes incentivos para diferenciarse, resaltando sus desacuerdos y atacándose, aunque sus posiciones ideológicas sean cercanas. Esto dificulta un acercamiento después de las elecciones, reduciendo las chances de formar coaliciones que faciliten la gobernabilidad.
Es posible también que haya un costo de legitimidad para aquel partido que se sume, “por unos puestos en el gabinete”, al gobierno liderado por contrincantes criticados durante la campaña electoral previa.
Es más, si a pesar de todo una coalición de gobierno logra formarse, a medida que se acerque la próxima elección, los incentivos partidarios llevarán a la desunión de dicha alianza. Sabemos que los presidentes tienen dificultades en avanzar con su agenda legislativa a medida que pasa el tiempo y se aleja la luna de miel del primer año. La prohibición de los pactos exacerbaría las dificultades que tienen los presidentes al final de su mandato.
Vivimos en tiempos de revisionismo histórico, pero no deberíamos olvidarnos de que la Concertación fue un exitoso pacto multipartidario, un triunfo del consenso, que ayudó enormemente a la gobernabilidad en momentos muy difíciles para el país. Prohibir los pactos también forzaría la disolución de la coalición entre la UDI y RN. Exigir la disolución de la alianza electoral que estos partidos han tenido por décadas debilitaría aún más al sistema de partidos. Esto tampoco sería beneficioso para el Gobierno, dado que posiblemente fomente incentivos para que los partidos de derecha compitan más intensamente para ver quién es más antioficialista.
Las reformas electorales de 1961 y 1962, que prohibieron los pactos electorales, se mencionan a veces como ejemplos exitosos para reducir la fragmentación partidaria. Sin embargo, la evidencia es tenue y el cambio en el número de partidos puede atribuirse a otros fenómenos. Después de todo, esas reformas fueron precedidas por la reforma de 1958 que prohibió los pactos por agrupación y, al igual que ahora, solo permitió pactos nacionales. Y también coincidieron con la irrupción de la Democracia Cristiana, que arrasó electoralmente.
En conclusión, prohibir los pactos electorales para reducir la fragmentación es como recetar un medicamento sin pruebas contundentes de que funcione y con riesgos de padecer efectos secundarios severos. La propuesta de la Comisión Experta de introducir un umbral mínimo de votos para obtener representación en el Parlamento es una opción claramente superior. Esta es una herramienta que ataca directamente el problema de la hiperfragmentación y si la propuesta de disminuir el número de bancas por distrito está descartada, aparece como la mejor opción.
Eduardo Alemán
Universidad de Houston