Lo más seguro es que, siguiendo la corriente de los gobiernos de izquierda de tonos populistas del subcontinente —cada uno con su propio acento—, Chile se sume a ellos y reingrese a Unasur, de la que se había retirado en el segundo gobierno de Piñera. En el eterno vaivén político, existe un auge de gobiernos de izquierda con proyectos internacionales concretos, basados en abstracciones evanescentes. Hay que anotar que cuando las derechas tienden a dominar, en este plano escasamente desarrollan una estrategia que perdure. Por otro lado, las izquierdas poseen la característica —con importantes excepciones en una pasado reciente— de ostentar pavos reales, tan prolíficos en estos días.
Todo ello bajo el supuesto de que si los latinoamericanos fuéramos una sola nación, seríamos más poderosos. No es tan claro. Quizás solo sería posible en el llamado poder duro (militar); se olvida que, en la era tecnológica, el desarrollo económico y la buena organización sociocultural constituyen factores fundamentales de poder.
Lula, en el cual se puede depositar alguna esperanza de sensatez, en sus declaraciones algo declamatorias en China, da a entender que el peso de su país ayudará a crear un nuevo orden mundial. Sin embargo, Brasil no corresponde exactamente a un país desarrollado ni mucho menos (su ingreso per cápita es inferior al chileno). Nigeria e Indonesia, con análoga cantidad de habitantes y cada una con factores de poder y debilidad, no han llegado a ser actores de magnitud en la construcción de un orden mundial, si bien son países respetables. Indonesia, de más reciedumbre, no necesita hacerse notar mucho.
¿Qué se quiere decir? Este regreso al mundo del que habla Lula no es gran hazaña después de lo errático de un Bolsonaro. Hay otros terrenos más fangosos. El grito del momento está dado por una concertación de gobiernos de izquierda con diversa intensidad, cuya pretensión más inmediata en lo internacional es retomar Unasur, promovida por aquella izquierda que perdona los autoritarismos de su sector, pero que es implacable con aquellos que procedan de la derecha (hace tiempo que no los hay), en una especie de agenda antioccidental, a pesar de que sus ideas expresan la modernidad occidental de nuestro tiempo. De paso se olvida a organizaciones que sí nos indican lo posible y sensato, como la Alianza del Pacífico. Es como si la búsqueda de El Dorado fuera más importante que nuestras necesidades.
Hay un problema inicial, la muy latinoamericana proliferación de organizaciones que después languidecen, dependiendo de figuras divisivas: Ernesto Samper, Néstor Kirchner. El asunto no se resuelve, como desde un comienzo se insistió en estas páginas, con levantar una organización contraria, Prosur, grave error que necesariamente debía ser flor de un día. Solo cuando se creen estructuras que contengan los cambios de orientación política sin ser absorbidas por el vaivén podremos hablar de una concertación latinoamericana más madura. No cabe duda que el subcontinente sudamericano posee afinidad histórica y cultural, con la excepción de Guyana y Surinam; solo que requieren de políticas serias y no de pantomima. Lo mismo, los lloriqueos porque América Latina no es “consultada” ni influye en el acontecer mundial demuestran un lamentable desconocimiento de los factores de poder: estabilidad espontánea propia de las sociedades abiertas, y el desarrollo económico. Si se logra esta meta, podrá crecer un respeto a nuestros países.
La dinámica de nuestro gobierno demuestra que está absorbiendo estas lecciones, lo que puede ayudar a una toma de razón de nuestro continente.