El evangelio de este segundo domingo de Pascua, nos introduce en la vida de las primeras comunidades cristianas, las cuales se reúnen cada domingo, día de la Resurrección del Señor, a celebrar la Eucaristía. Es el tiempo nuevo de la Iglesia naciente. Todavía ronda el miedo en ella, reflejado en esas puertas cerradas. Vemos este miedo repetido a lo largo de los siglos en la Iglesia , cuando de una u otra forma ha cerrado por miedo las puertas al mundo.
Se dio, por ejemplo, en la relación con la modernidad, donde en vez del diálogo con el mundo buscó separarse de él . Hemos visto este miedo también en el tema de los escándalos producidos por los abusos en la Iglesia, donde nos sentimos perseguidos, atacados, incomprendidos, siendo que lo que verdaderamente está sucediendo es que una nueva luz comienza a iluminar los rincones ocultos de nuestra vida eclesial... Algunos también sienten ese miedo frente a las nuevas generaciones, que cuestionan y exigen que demos razón de nuestra fe. Temas morales, también temas doctrinales, todo pareciera chocar con el mundo de hoy. Algunos piensan que cerrar las puertas puede ser una forma de asegurarse y protegerse. Pero el miedo solo se debe a la falta de la experiencia del Resucitado. Cerrar las puertas es signo de no dejar pasar la nueva luz que Cristo trae con su resurrección.
En el evangelio de hoy vemos que, al reunirse la comunidad, el Señor está presente en medio de ella. No se trata de una presencia mágica, ni de un fantasma, es una presencia nueva, real, sacramental. Es la presencia del Resucitado que disipa cualquier miedo o incerteza. Por eso, estos encuentros pascuales traen en primer lugar el fruto de la paz. El Señor sopla sobre ellos y derrama sobre la comunidad el don de su Espíritu, esa fuerza divina que lo llevó a él a entregar su vida. Es esta fuerza de vida divina la que transforma a los discípulos, los llena de paz y valientemente los lleva a salir, dejando atrás cualquier miedo, para llevar a todos la alegría del evangelio.
El evangelio de este domingo hace una referencia especial a Tomás el mellizo, que es como nosotros. El no estuvo esa primera tarde pascual eucarística con los demás apóstoles. Puede haber tenido sus razones, entre ellas el miedo o la decepción. Pero no estuvo. Y se perdió del encuentro con el Señor resucitado que lo cambia todo.
Hay muchas formas de encontrarse con el Señor, pero los cristianos tenemos una forma muy especial de hacerlo: al partir el pan de la eucaristía . De ahí la importancia que la Iglesia le ha dado siempre a la celebración de la misa dominical. Podemos tener distintas razones que nos parecen válidas para no asistir: la escasez de tiempo, la falta de ganas, la decepción, que "no creo en los sacerdotes", que "no me gusta este sacerdote", o que "no entiendo la misa"... y unas cuántas más. Pero perderse la Eucaristía es perderse la nueva presencia del Señor con nosotros, la presencia real, la más grande de todas . Es una presencia que está profundamente vinculada a la comunidad, y que va a orientar y animar toda la vida de la Iglesia. Las manos que el Señor ofrece a Tomás para que crea dicen relación a las obras de amor que hizo, lo que se convierte en su nueva identidad.
El Señor se nos revela de una forma nueva en el encuentro comunitario y en el servicio al más necesitado. Por eso la Iglesia se reúne como comunidad a celebrar la eucaristía donde el Resucitado se hace presente y renueva la vida de todos. Perderse de esto es perderse lo más importante.
"Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto".(Jn. 20, 29)