La delincuencia parece descontrolada, y ha pasado a ser el tema principal de conversación en la prensa y los hogares. Para el Gobierno, tomar control de la agenda y poder calmar —aunque sea en parte— el miedo de las personas es una tarea primordial. Políticamente, su futuro depende en buena medida de ello. El problema, de más está decirlo, es que su credibilidad en esta materia es baja y, aunque insistan en negarlo, están pagando las consecuencias de haber flirteado y en muchos casos avalado abiertamente la violencia para obtener réditos políticos.
Pero no es solo la credibilidad del Gobierno la que está debilitada; el sistema político, la justicia y las policías están recién tomándole el peso a un problema mayúsculo. La delincuencia y el narco son muy difíciles de parar una vez que atormentan a las personas, se apoderan de barrios y toman el dominio del Estado. ¿Cómo retomar el control?
En medicina, el atraso en detectar una enfermedad permite su crecimiento y exige, al final, un tratamiento más fuerte. En economía pasa lo mismo. Como las acciones de las personas dependen de sus expectativas sobre el quehacer de quienes toman decisiones, la pérdida de credibilidad de estas últimas exige una sobrerreacción para recuperar el control. Un ejemplo cercano es el de la inflación. Si las empresas esperan que el Banco Central se preocupe poco de la inflación, entonces validarán mayores aumentos de precios y la inflación se transformará en persistente. En este caso, la política monetaria debe sobrerreaccionar para recuperar la credibilidad.
Algo no muy distinto sucede con la delincuencia y el narco. Cuando los desadaptados creen que las policías no serán duras, los fiscales y jueces timoratos, y los políticos cobardes, el incentivo a continuar delinquiendo persiste. Por supuesto que esta no es la única explicación para la delincuencia, pero nadie podría dudar de su importancia. Para recobrar el control, es inevitable que cada parte de la cadena tenga que exagerar su respuesta. En tiempos normales, estas reacciones parecen desmedidas —y por ello suelen ser criticadas—, pero en tiempos anormales, como los actuales, no parece haber otro camino para tener alguna posibilidad de controlar el flagelo.
La demora y la inacción acrecientan el problema. En el caso del Gobierno, la confusión permanente y el ir y venir con sus señales contribuyen a ello, y terminarán atrayendo a las manos más duras. Sesudas reflexiones realizan analistas sobre lo macabro que sería terminar en manos de un duro de verdad —y seguramente ya están esbozando sus columnas para cuando ello ocurra—, pero sus actitudes cómodas solo aumentan esa probabilidad.