Al parecer, quedaron en el pasado aquellos que planteaban una oposición entre libertad e igualdad y sostenían que había que optar por uno u otro de esos valores. Las sociedades capitalistas sacrificaron muchas veces la igualdad en nombre de la libertad, mientras los regímenes comunistas hacían exactamente lo contrario: inmolar la libertad en nombre de la igualdad. La mayoría de los partidarios del capitalismo entendieron ya que una igualdad básica de las personas en cuanto al acceso garantizado a bienes básicos de salud, educación, vivienda, previsión e ingresos por el trabajo, amplía el número de individuos que, en los hechos, pueden ejercitar sus libertades, y que, por tanto, esa igualdad básica es funcional a la libertad y no enemiga de esta. Por su lado, el socialismo democrático entendió que es indecente eliminar las libertades como precio para conseguir una eventual mayor igualdad en las condiciones de existencia de las personas.
¿Se habrá entendido que algo parecido ocurre con los valores del orden y la libertad? Sabemos de primera mano que las dictaduras sacrifican la libertad al orden y la seguridad, y que, por otro lado, el anarquismo propicia el despliegue de la libertad hasta conseguir algún día la supresión del Estado y del derecho, con la ingenua creencia de que, de ese modo, se impondría un benevolente orden espontáneo dentro de la sociedad y una fraterna comunidad de propósitos.
En medio de una crisis de seguridad, es comprensible que todos reclamen por el restablecimiento del orden, pero no lo es que lo hagan con disposición más bien fría hacia las libertades y los derechos fundamentales de las personas. Si libertad sin orden es negativo para aquella, orden sin libertad, o con grave menoscabo de esta, es idéntica a la tranquilidad que impera en los cementerios. Lo que debe hacerse es balancear prudentemente ambos valores —libertad y orden— y no caer en la tentación de inflar uno de ellos y de pinchar el otro hasta que pierda buena parte del aire que contenía.
Además, en relación con la seguridad es indispensable evaluar no solo cuánto poder se da a las policías, sino cuál es la calidad de estas en términos de dotación, administración, formación, equipamiento, capacitación y entrenamiento. ¿Cómo están hoy nuestras policías en esos aspectos? ¿Lo sabemos o vamos recién a empezar a averiguarlo? Las policías se quejan de falta de dotación, pero ¿cómo andan en cuanto a lo demás, incluida su capacidad de inteligencia y la captación de personal para sus filas? La probidad de las policías es otro factor importante, puesto que, sin ella, sus demandas por mayor dotación y demás aspectos ya mencionados van a ser examinadas con una comprensible desconfianza. Además, ¿cuánto del déficit de nuestras policías en aquellos seis aspectos sería imputable a ellas mismas y cuánto a gobiernos civiles cuya principal aspiración en esto pareció ser que fuerzas armadas y policías estuvieran tranquilas en sus cuarteles y no hicieran olitas a la transición democrática del país?
El temor y la exasperación que producen las crisis de seguridad pública suelen sacar lo peor de políticos que se muestran más interesados en sus carreras personales y en cómo aparecen en el último sondeo de opinión que en atender a pareceres expertos en la materia. Solo saben exigir prisiones inmediatas y prolongadas, con la altísima población penal que ya tiene el país, sin aprender que la solución no está en multiplicar los delitos y agravar las penas.
Se repite con frecuencia lo que Andrés Bello dijo en 1843, pero dudo que lo hayamos asimilado: “La libertad, como contrapuesta, por una parte, a la docilidad servil que lo recibe todo sin examen, y por otra, a la desarreglada licencia que se rebela contra toda la autoridad de la razón y contra los más nobles y puros instintos del corazón humano, será el tema de la universidad en todas sus diferentes secciones”.
De la universidad y de la sociedad en su conjunto.