Delincuencia hemos tenido siempre. Varían sus características. La de hoy dispara y mata como si fuera un juego. Esto tiene al país conmocionado. Hay reacciones que lindan con la histeria, pero más graves serían la indiferencia o la resignación. En ese caso, ella habría ganado la guerra.
Con una celeridad desusada, se aprobó y promulgó una ley que ofrece más garantías al uso de armas por la fuerza pública. Tuvo un apoyo transversal, lo que implicó concesiones de todas las partes. Los sectores de izquierda, desafiando al Gobierno, optaron por no plegarse al acuerdo. Esto ha dado pie a una campaña de satanización de los disidentes. Se les acusa, poco menos, que de cómplices de los asesinos de Daniel, Rita y Alex.
El tema en cuestión era digno de legítimas diferencias, como se desprende de comentarios emitidos por especialistas y editorialistas. Para grupos y personas que fueron víctimas de abusos de las fuerzas militares y policiales en el pasado, el asunto tiene una complejidad adicional. Quienes han pasado por experiencias de abuso no se pueden desprender enteramente del miedo a ser abusados nuevamente. Por lo mismo, les cuesta depositar confianza en las instituciones sindicadas como responsables. Quizás nunca seremos capaces de darles toda la justicia y reparación que merecen, pero aunque discrepemos con ellos, al menos debiéramos tomar sus aprensiones con respeto y no revictimizarlos.
Conozco esas desconfianzas de cerca. En 2008 fui invitado a integrarme al directorio de la Fundación Paz Ciudadana, entidad fundada por Agustín Edwards para crear conciencia pública sobre la delincuencia, y diseñar políticas públicas para enfrentarla. Fui ácidamente criticado desde mi familia política, la izquierda. Se me acusó de hacerle el juego a la derecha golpista, de ser cómplice de una campaña del terror, de no entender que el foco debía estar en la desigualdad, que es la verdadera fuente de la delincuencia. Pero había pasado brevemente por el gobierno y ahí aprendí tres cosas: que la inseguridad trastorna la vida de todos, especialmente de los más pobres; que si las fuerzas democráticas no se unen para ponerle freno vendrán respuestas autoritarias, y que un agente clave para combatirla es Carabineros, el cual ya entonces mostraba un severo rezago.
Participé en Paz Ciudadana por 10 años. Pude observar que, aun con el boicot retórico de algunos de sus partidarios, los gobiernos de la Concertación enfrentaron la delincuencia sin complejos. Los resultados fueron pobres, pero las administraciones de derecha, a pesar de las hipérboles, no lo hicieron mejor. Para derechas e izquierdas por igual, la delincuencia es una pandemia extremadamente difícil de extirpar. Quien diga lo contrario miente.
El crimen se expande en los organismos que tienen bajas defensas, como los virus. Una sociedad atomizada y un sistema político polarizado ofrecen condiciones óptimas para su reproducción. La unidad, en cambio, es el mejor antídoto. La cohesión de los últimos días ha sido un duro golpe para la delincuencia. Por lo mismo, ella usará los medios que conoce, la violencia, el asesinato, el chantaje y la corrupción, para sembrar la división. La ciudadanía y el Estado deben estar en alerta máxima.
Carabineros fue desbordado dramáticamente por el estallido de 2019. Ahora lo está siendo por una delincuencia de nuevo tipo. No solo su equipamiento y tecnología están obsoletos; también su organización, su administración financiera, su gestión de recursos humanos. Esto ha dado una ventaja que el crimen organizado ha sabido aprovechar. Es hora de quitársela, uniéndonos tras una modernización integral de Carabineros.
Las policías cuentan hoy con un respaldo sin precedentes. Esto permitió otorgarles más garantías para usar sus armas en situaciones límite. Pero sería una inmoralidad dar ahora el tema por resuelto, dejando nuestra seguridad en manos de su heroísmo. Es hora de revisar la cadena en su conjunto, y no darnos por satisfechos con reforzar el último eslabón.