En 1971 se estrenó “A Clockwork Orange”, traducida con el título de arriba. Basada en la novela de Anthony Burgess, es de los pocos casos en que la película quizás supera al libro en el cual se basa. Desde que la vi en el cine en 1974, la versión dirigida por el gran Stanley Kubrik me dejó una impresión indeleble de un futuro apocalíptico, una utopía pesimista de las varias geniales que hubo en el siglo XX. Su particularidad es que la sociedad que describe puede ser parte de una democracia y Estado de Derecho, pero que estos constituyen una cáscara superestructural: en la realidad de la vida cotidiana se vive con toda crudeza la experiencia del combate según la descarnada ley del más fuerte.
Desde siempre, en todo el mundo han existido estas dos realidades, la formalidad de las instituciones y la práctica delincuencial de la vida rutinaria. La civilización parece depender de cuán central o marginal es aquella práctica de la naranja mecánica. En América Latina, de fracaso en fracaso por 200 años por llegar a mostrar repúblicas que sean modelo, la civilización permanece arrinconada, con menor o mayor vigor, pero jamás como paradigma universal. Dejando de lado casos límites como América Central, Cuba, Haití y la autodestrucción de Venezuela, las situaciones de América del Sur y México bastarían para perder toda ilusión sobre nuestro destino. Brasil y México son casos patéticos. En el 2020, tuvieron respectivamente 22,5 y 28,4 asesinatos por 100 mil habitantes, una estadística imperfecta como todas, pero la que más se emplea para comprender la relativa gravedad del problema. Para comparar, según la misma fuente, Argentina tenía 5,3; nuestro Chile 4,8 (más que hace 10 años), lo que en apariencia nos puede dar la impresión de que en este sentido vivimos en Jauja.
Sabemos que no es así (mas, ¿cómo será la vida cotidiana en Brasil y México si a nosotros nos oprime la desesperación?) y, sencillamente, en Chile se nos dejó caer la delincuencia en grande. Digamos, si se pasa el umbral de 10 o 15 muertos en la tabla anterior, por mucho que en lo político funcionen las instituciones, la competencia electoral y hasta el fair play, se puede poner en duda que un país así pueda considerarse una democracia consolidada; lo mismo si lo político está rodeado por un mar de miseria y no existe esperanza de un take off, en parte el caso latinoamericano. Para no hablar de casi toda África negra y de vastas regiones de Asia. Y está el suicidio democrático: Weimar (1933), Venezuela (desde 1999), y hoy en día hasta en Israel asoman algunos síntomas.
Por otro lado, en términos cualitativos, no cabe duda de que en Chile en estos últimos años aceleramos la marcha hacia la naranja mecánica, a lo que colaboró la crisis política. Y la desesperación por ello que se traduce por la búsqueda de orden a cualquier precio. Se revive ese dilema expresado en el XIX de escoger entre la dictadura del sable o la del puñal. El instinto nos conduce a la primera. Llevada a cabo con maestría compatible en lo básico con el Estado de Derecho, suena como un ideal.
Cuidado. En algunos países, en caso de necesidad para el ciudadano, es más seguro recurrir a la mafia que a la policía. Estamos todavía lejos de ello, pero menos lejos hoy que hace unos años. Y es que, en estos procesos, con asombrosa facilidad el sable se transmuta en puñal (muy raro que sea al revés) y pierde su razón de ser. Será extremadamente difícil que Chile escape a esta condición. Por eso, la finalidad del sable es colocarse al servicio de una idea institucional —o proyecto, en lenguaje práctico—, modernamente una democracia con Estado de Derecho, que es lo que me parece intuyó Portales hace casi 200 años.