El grueso de las propuestas sobre sistema político acordadas en la subcomisión me parece sumamente positivo. Es admirable que en tan pocos días se hayan consensuado tantos asuntos y tan sustantivos. Con todo, hay reglas que me suscitan dudas. Planteo dos. Pueden corregirse.
Se crea la figura del ministro coordinador del gabinete y del gobierno con el Congreso. En la Constitución vigente existe esa facultad. Ahora se obliga al Presidente a hacer ese nombramiento, quiera o no. El verbo “podrá” se cambia por “deberá”. Hace toda la diferencia (a. 12.3 sección Gobierno). La pregunta es ¿qué objetivo se busca al obligarlo?
Porque ningún Presidente, desde Aylwin a Boric, pudiendo, le ha dado ese rango a ministro alguno. No lo consideraron conveniente. La experiencia de presidentes de corrientes, edades y temperamentos tan distintos, esa coincidencia entre ellos, pesa en mí más que cualquier otra consideración.
¿Podría el Presidente reunirse y tomar decisiones con un ministro o siempre ha de estar presente y de acuerdo el coordinador? ¿No multiplica esto las trabas, rivalidades y conflictos internos? ¿No será que los Presidentes han sentido que ese sería un ministro (des)coordinador?
Partidarios de crear un cargo así, incluso antes de la Convención, decían buscar que ese ministro fuera transformándose, en los hechos, en una figura con aprobación parlamentaria. Se quería provocar la evolución hacia un jefe de gobierno (Fontaine, 2021). Es fácil imaginar cómo podría ocurrir. Los jefes de bancada de la coalición mayoritaria —sea o no progobierno— empiezan vetando nombres y terminan por imponerle al Presidente al coordinador que ellos quieren que los coordine con el gobierno. El mal llamado “parlamentarismo chileno” comenzó con prácticas que desembocaron en un semipresidencialismo sin disolución del Parlamento, el peor sistema. El régimen presidencial seguía en la Constitución; no en la realidad.
Se crea, a su vez, una pseudo censura a los ministros. Digo “pseudo” porque los ministros no están obligados a dejar el cargo después de ella, como ocurre en los regímenes parlamentarios y semipresidenciales. Lo que se examina no es jurídico. Se evalúa la gestión del ministro. Se permiten tres pseudo censuras por año. Basta la “disconformidad” de 3/5 de los diputados para aprobar la pseudo censura (a. 7.3 sección Congreso). Pregunta: ¿Qué objetivo busca esta norma? El Presidente queda obligado a expresar por escrito las razones que lo llevan a respaldar al ministro. La alternativa es removerlo.
En el primer caso, sus razones chocarán con las de la Cámara. Deberá fijar por escrito y públicamente su desacuerdo con los diputados. ¿Se promueve la cooperación entre los dos poderes o se estimula su choque frontal? ¿Ayuda esto a lograr acuerdos y aprobar leyes o potencia la inflexibilidad y el conflicto?
En el segundo caso, la Cámara ha botado un ministro. ¿No lo entenderán así los medios y la opinión pública? Se estimula la repetición de la maniobra. Para evitarla, el Presidente negociará su gabinete con esta espada de Damocles. La pseudo censura tiende a evolucionar hacia una censura propiamente tal. Se avanza hacia ministros con doble confianza, Presidente/Parlamento. Sabemos que es un muy mal sistema (Shugart y Carey, 1992; Elgie, 2011; Sedelius y Linde, 2018). ¿No conduce esta vía a un semipresidencialismo sin disolución del Parlamento? ¿No estamos ante una normativa tipo tobogán que nos deslizará al peor de los sistemas?
Para evitar el uso de la acusación constitucional como resquicio para una censura política hay que modificar las reglas de la acusación misma. El proyecto hace bien al elevar los quorum y añadir otros perfeccionamientos. Se pueden considerar reglas adicionales. En cambio, incorporar a medias la práctica parlamentarista de la censura, ¿no abre un boquete en la línea de flotación del sistema?
El ministro coordinador será el blanco preferido. Hay veinticuatro ministros, veinticuatro blancos. Siempre se encontrará alguno al que sentar en el banquillo.
Estas pseudo censuras serán circos mediáticos que darán visibilidad a los acusadores. Aunque la censura fracase, convendrá llevarlas adelante. Se desvía a los diputados de su labor legislativa y se premian desplantes mediáticos y confrontacionales. ¿Se crea una herramienta procooperación o se fomenta el choque de poderes? ¿No es una normativa contraproducente?
Cada régimen político tiene su lógica interna. Y cada uno acarrea problemas con los que hay que aprender a convivir. Hay que escoger y evitar los menjunjes.
Arturo Fontaine
UAI y Universidad de Chile