Cuando Ann Darrow despierta ya está maniatada al centro de un promontorio sacrificial. Frente a ella se despliega la selva cerrada, poblada de árboles inmensos, plantas desconocidas y sombras aberrantes; detrás suyo, el gran murallón que separa la jungla de la aldea donde viven los indígenas que la pusieron allí, como ofrenda sacrificial; aunque, ¿ofrenda para quién o qué? Ann puede escuchar los tambores, los gritos y los cantos de la tribu, pero al mismo tiempo sus pies sienten otra cosa, una vibración que se vuelve más y más intensa, que tapa todo lo demás. Son pisadas, se acercan, trata de liberarse, grita, los tambores se detienen, los árboles se abren, ella cierra los ojos y cuando los abre, la criatura está ahí, mirándola.
De la multitud de momentos que pueden seleccionarse de “King Kong” (hablo de la versión de 1933, la única que importa), el instante en que este por fin aparece en toda su magnificencia, ambigüedad y horror todavía es capaz de producir cierta conmoción en el espectador. No se trata de genuino miedo: es evidente que el viejo Kong no es más que una marioneta animada vía stop motion y, ante nuestros ojos de siglo XXI, curtidos por mil y un espectáculos digitales, algo así no sería capaz de asustar a nadie. Entonces, ¿por qué nos inquieta tanto?
Como siempre, la respuesta no está en el disfraz, sino en lo que este implica. De un modo similar a los perennes monstruos de la Universal, “Kong” —estrenada muy poco tiempo después de “Frankenstein” (1931), “Drácula” (1931) y “La Momia” (1932)— apela más al inconsciente que a la imaginación de quien mira. Tal como ocurre con el monstruo del doctor Frankenstein, este engendro posee una energía vital que supera los confines de lo humano; tal como el T-Rex de “Jurassic Park” (al que avistamos por primera vez en una secuencia nocturna que homenajea directo a “Kong”), nuestro protagonista conjura impulsos que nos devuelven violentamente a un estado precivilizado; tal como le pasa a Nosferatu, quien pierde la cabeza por la bella Ellen Hutter, el animal es capaz de manifestar una expresión de deseo, pura y brutal: cuando observa a la muy rubia y blanca Ann Darrow, el enorme primate queda sin aliento, la toma con cuidado entre sus manotas, juguetea con su vestido translúcido (hay que recordar que la película fue estrenada antes de la imposición de la censura en Hollywood), para luego llevársela a su guarida río arriba enfrentando a una alimaña tras otra, sin alcanzar jamás a disfrutar con tranquilidad de su “botín”; muy pronto lo perderá a manos de otro primate, el recursivo y porfiado aventurero John Driscoll, quien —hechizado por una atracción parecida a la que siente el simio— sacrifica a toda una cuadrilla de hombres al ir en busca de Ann, al corazón de la Isla Calavera.
En lo que a Kong respecta, Driscoll no es más que un gusano. De hecho, combinados a la perfección con los muñecos y las retroproyecciones diseñadas por el visionario Willis O'Brien, todos los humanos del filme semejan hormigas, seres cuyo papel en el gran esquema de las cosas, en el devenir del tiempo, en el fondo, sería apenas vestigial. El verdadero peligro, en realidad, se encuentra al borde de la playa y lo encarna Carl Denham, cineasta, empresario y financista de la expedición; es él quien ha arrastrado a todos al borde de la locura, quien percibe el poder de la bella sobre la bestia y quien —cual productor de Hollywood— modela este desastre potencial hasta transformarlo en espectáculo insuperable: el rey de la selva capturado, encadenado y exhibido en un teatro de Nueva York, ante una audiencia tanto o más monstruosa que él mismo.
La de Denham es simplemente otra forma de bestialidad, una que hoy entendemos en términos más corporativos que estéticos, acostumbrados como estamos al desfile sinfín de superproducciones, precuelas y secuelas, de las que el propio “Kong” no es la excepción (“Kong: Skull Island” , “Godzilla vs. Kong”, etc.). Presos como estamos con este otro tipo de cadenas, acaso más domésticas pero igual de violentas, se entiende nuestro deseo de ver al monstruo libre, en el tope del rascacielos, imperando sobre todo antes de caer.
KING KONG
Dirección de Ernest B. Shoedsack y Merian C. Cooper.
Con Fay Wray y Bruce Cabot.
Estados Unidos, 1933, 100 minutos.
Disponible en HBOMax
AVENTURAS