Cada cierto tiempo resurge la discusión sobre el retorno del Congreso Nacional a la capital de la República, lugar natural de los poderes del Estado. Es un debate que vale la pena tener. Hace años, la propia institución aprobó la idea de volver a su histórica sede; hace pocos meses se modificó la ley para permitir a ambas cámaras sesionar de manera excepcional en Santiago, y hoy está en discusión la posibilidad de hacerlo en la capital sin condiciones. Sin embargo, el traslado definitivo es una decisión muy difícil de tomar por la segura controversia que implica, dado el desprestigio ciudadano que sufre el Poder Legislativo en general y las recriminaciones por los inmensos recursos que consume cada día, sobre todo cuando un eventual cambio demandaría una inversión estatal extraordinaria, considerando desde la modernización del equipamiento del edificio histórico hasta la probable rehabilitación o construcción de un inmueble anexo para oficinas y dependencias.
Así y todo, los argumentos para el regreso a Santiago son importantes: la proximidad física de las entidades gubernamentales promueve el rápido y permanente encuentro entre ellas, cuestión fundamental para una buena cultura política, que además se refleja en la calidad e intensidad de la vida urbana generada por estas interacciones; en tanto que la lejanía y aislamiento del Congreso no ha hecho más que entorpecer el trabajo legislativo. Instalar esta institución en Valparaíso fue una decisión absolutamente caprichosa, ideológica en su afán refundacional, inconsulta (las cámaras llevaban 17 años disueltas), impuesta en dictadura sin más motivo que una supuesta descentralización y beneficios para el puerto que jamás llegaron. Mientras el edificio de calle Catedral es una expresión espléndida de la consolidación de la democracia republicana y del rol que la ciudad juega en el fortalecimiento de la institucionalidad política, el de Valparaíso representa todo lo contrario, y su efecto en el puerto ha sido nulo, si es que no pernicioso, pues su entorno sigue degradado, y parlamentarios, ministros, funcionarios públicos y lobistas van y vienen por el día, raudos y obligados, sin siquiera poner un pie en las calles de la ciudad.
Al Congreso Nacional le hará moralmente bien volver a la bellísima sede de la capital, repleta de significación, y para el centro también será positivo contar nuevamente con la vitalidad del quehacer político volcado en las calles. Por su parte, el edificio de Av. Pedro Montt reúne todas las condiciones para convertirse en un perfecto centro de convenciones, que el puerto no tiene y necesita, entre otras cosas, como toda gran metrópolis, para diversificar su potencial turístico y su desarrollo económico.