Señor Director:

El segundo proceso constitucional ha comenzado austera y auspiciosamente, sin la intensa anomia, excentricidades y delirios octubristas que buscaron “rodear” el primer y fallido intento. Sin embargo, una cuestión que parece ratificarse es que para los diferentes proyectos de izquierda con capacidad de representación lo que resulta insoportable de la actual Constitución —antes incluso que su origen— es la concepción doctrinaria que subyace en ella.

Su arquitectura, por ejemplo expresada en la primacía de la persona humana y el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos, rediseñó la distribución del poder del Estado y su relación con la sociedad. Es decir, sin necesidad de usar el término, plasmó la subsidiariedad en su texto. Y a pesar de las múltiples reformas, ese andamiaje se ha mantenido y dotado de una identidad virtuosa a la actual Constitución. Esta identidad —uno de cuyos inspiradores fue Jaime Guzmán— es tan nítida e irritante para las izquierdas que ni el categórico resultado del plebiscito de septiembre pasado fue suficiente para hacerlos retroceder en su afán por tumbarla.

En este contexto, hay dos cuestiones que conviene no perder de vista, al menos para las derechas representadas en la Comisión Experta y en los consejeros que se elegirán en mayo. Primera, las virtudes excepcionales del actual texto, en tanto han significado valores que dignifican al ser humano y posibilitado estabilidad política y progreso económico. Segunda, que la pregunta por el rol del Estado que se plasme en el nuevo proyecto constitucional supone responder previamente cuál es el propósito que une a las diferentes izquierdas en este segundo intento.

Quizás el mayor desafío del nuevo proceso no se agota en escribir una buena Constitución, sino también en su capacidad de contagiar a políticos que la defiendan con carácter.

Jorge Jaraquemada