Francia es asolada otra vez por la protesta social. La razón es una reforma que sube la edad de jubilación de 62 a 64 años. Esta fue aprobada en el Senado, pero luego el Presidente Macron, ante el temor de un rechazo en la Asamblea Nacional, invocó el artículo 49.3 de la Constitución, que permite forzar la adopción de una ley sin el voto de la Asamblea. Este artículo se ha usado cien veces desde que fue establecido por De Gaulle.
La esperanza de vida de los franceses pasó de 70 años en 1960 a 82 hoy, o sea, las pensiones deben financiar unos 20 costosos años de vida. Todos los países vecinos trabajan hasta los 65 o más. Francia gasta el 14% de su PIB en pensiones, el doble que el promedio en la OCDE, y se proyecta que este gasto crezca a medida que siga envejeciendo. En suma, la necesidad de la reforma nace de fuerzas tan profundas como la demografía y las matemáticas. Por cierto, una sociedad podría válidamente decidir trabajar menos, pero en la práctica ello implica un menor nivel de vida, y no parece que los franceses estén dispuestos a reducir su potente Estado de bienestar para financiar a una población que envejece.
La reforma de pensiones era parte del programa de gobierno con que Macron, hace solo un año, venció holgadamente a la candidata de extrema derecha Marine Le Pen. Aunque buena parte de su voto fuera en rechazo a ella, tampoco puede alegarse engaño.
Macron parece tener la convicción de que la reforma es necesaria. Pero se le acusa de estar desconectado de la clase trabajadora y del modo de vida francés; también de autoritarismo, por haber eludido el voto de la Asamblea. El hecho es que la ciudadanía no quiere trabajar más (¿quién querría?) y se ha volcado, francesamente, a la protesta y las huelgas.
Más allá de Macron, ¿hasta qué punto es legítimo que quienes ejercen el poder vayan campantemente contra la voluntad de las mayorías? ¿Son los políticos electos personas en quienes confiamos decisiones o son algo así como “voceros” de las preferencias de sus representados?
La democracia representativa es la única factible en una sociedad compleja. Pero sus virtudes van mucho más allá de eso. Elegimos a representantes en la expectativa de que profundicen en los problemas y estudien sus aspectos técnicos y efectos de largo plazo, para luego deliberar, escuchar razones y sopesar los valores en juego de acuerdo con su visión de mundo. Todo ello exige una dedicación que pocos ciudadanos pueden entregar, y por ello, además, les pagamos. Sin duda, los políticos deben escuchar a la ciudadanía, pero ello no equivale a seguir siempre la ola del momento: el representante que se forma una opinión contraria a la mayoría no solo puede, sino que debe seguir su convicción. Mal que mal, si las mayorías no se terminan por convencer, podrán luego castigarlo con su voto.
Los políticos de carne y hueso suelen no estar a la altura del ideal democrático. Pero los representantes-voceros lo están aún menos (la moda de los retiros y los partidos políticos que se jactan de definir sus posturas vía encuestas nos han dejado un gusto amargo). Vale la pena discutir qué queremos de la representación política y cómo la materializamos mejor en nuestra futura Constitución. Por de pronto, Bloomberg nos informa que quien va ganando votos, por ahora, no es otra que Marine Le Pen.